de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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                          s2t2 - 23 C XXIII - A los tres días de los sucesos

                          Capítulo XXIII

                          A los tres días de los sucesos que acabamos de referir, pareció el buen Millán por Arganza a dar cuenta a Martina del arreglo que iba poniendo en las haciendas que su amo le había legado. Venía entonces de las montañas muy satisfecho de sus tierras, y de algunas reses que había comprado, con las cuales pensaba beneficiar sus praderas y juntar un caudal que ofrecer a su futura en cambio de su blanca mano y de su cara de pascua. Algo desasosegado le traían los rumores de guerra que comenzaban a correr a propósito de los templarios, pero contaba con el favor de Dios y sobre todo se echaba la cuenta de tantos otros que, acometiendo empresas descabelladas, creen responder a todo con el refrán de que «el que no se arriesga no pasa la mar». Así pues, no es maravilla que se presentase contento y alegre en una casa de donde se había huido la poca alegría que quedaba.

                          -¡Ay, Millán de mi alma! -exclamó Martina, saliéndole al encuentro apresurada-, ¡y qué cosas han pasado desde que te fuiste! ¡Vamos!, aún no se me ha quitado el temblor del cuerpo, ni he dormido una hora de seguido. Y doña Beatriz, ¡la cuitada! ¡No sé qué me da en el corazón cuando pienso en ella!

                          -Pero, mujer, ¿qué es lo que ha sucedido? -preguntó el mozo un poco azorado.

                          -¡Ahí es nada! -contestó ella, no poco satisfecha, en medio de sus recuerdos de pavor, de contar un cuento tan maravilloso-; tu amo ha aparecido por aquí.

                          -¡Jesucristo! ¡Virgen santísima de la Encina! -exclamó el escudero santiguándose ¿ha venido a pedir algunas misas y sufragios? Pues mira, según lo bueno que era no creí yo que fuese al Purgatorio, sino al Cielo en derechura.

                          -¿A pedir sufragios y oraciones, eh? -contestó la aldeana-. ¡Que si quieres!, ha venido en cuerpo y alma a reclamar la mano y palabra de doña Beatriz.

                          -Martina -contestó el escudero, mirándola de hito en hito-, ¿qué te pasa, muchacha? ¿Te han dado algún bebedizo y estás endiablada? ¿En cuerpo y alma, dices, y lo dejé yo enterrado en Tordehumos? Por cierto, que me hubiera traído su cuerpo si no fuese por aquel testarudo de don Juan Núñez; vaya, vaya, que si me lo dijera Mendo, al instante le preguntara, si venía de la bodega.

                          -Eso no va conmigo, señor galán -respondió la muchacha un poco amostazada-, porque no lo cato.

                          -No, mujer; ¿quién había de decirlo de ti? -repuso Millán cortésmente-; la lengua le cortaría yo al que lo dijese.

                          -Sea como quiera -contestó ella-; lo que te digo es que yo y Mendo, y mi amo, y el alhaja del conde y todos en fin, hemos visto y oído a don Álvaro junto al nogal del arroyo; por más señas, que venía con el comendador Saldaña, el alcaide de Cornatel.

                          -¡Virgen purísima! -exclamó Millán cruzando las manos y mirando al cielo-, ¡conque vive mi señor; el mejor de los amos, el caballero más bizarro de España! ¿Dónde está, Martina? ¿Dónde está?, ¡que aunque sea al cabo del mundo iré en busca suya!

                          -¡Pues! -repuso la muchacha tristemente; y siendo como eres un señor, vamos al decir, te vas a quedar como antes, y nuestra boda ¡Dios sabe para cuándo será!

                          -En verdad que tienes razón -contestó él en el mismo tono-; ¡y yo que había arrendado tan bien el prado de Ygüeña al tío Manolón u había comprado unas vacas que daba gusto verlas! Pero ¿qué le hemos de hacer? -añadió después de un rato de silencio-, ¿no me he de alegrar yo por eso de la vuelta de mi amo? Váyanse muy enhoramala todos los prados del Bierzo y todas las vacas del mundo, y viva mi don Álvaro que es primero. Martina -le dijo después con seriedad-; ya sabes que primero es la obligación que la devoción, y por eso yo, aunque me corría priesa, bien lo sabe Dios nunca quise que dejaras a doña Beatriz... Pero ¡válgame Dios! -exclamó como sorprendido-, ¡y yo que no me había acordado de ella! ¿Y qué ha dicho la infeliz? ¿Qué es de ella?

                          Martina entonces le contó llorosa todo lo acaecido, narración que dejó confuso y turbado al pobre Millán con la perfidia del conde y lo negro de la trama en que su amo se había visto envuelto.

                          -Y ahora -concluyó diciendo la muchacha- el viejo anda por los rincones llora que llora y zumba que zumba, y la señora, como es natural, más afligida que nunca; pero como ni uno ni otro quieren darse a entender su sentimiento, andan los dos por ver quién engaña a quien, sin lograrlo ninguno; porque a lo mejor, cuando se encuentran sus miradas, echan a llorar como dos perdidos. Si te he de decir la verdad, no sé quien me causa más lástima.

                          -¡Vaya por Dios! -respondió Millán con un suspiro-, pero, y mi amo ¿dónde para?, porque yo no he oído nada por el camino.

                          Martina, que sabía muy bien lo poco devoto que su amante era del Temple, gracias a la superstición común, había esquivado en la narración el punto de la determinación de don Álvaro pero como ya no era posible ocultarlo, tuvo que decírselo:

                          -¡Dios de mi alma! -exclamó el mozo consternado-, ¿no valía más que de veras hubiera muerto, que no guardarle para la hoguera con todos esos desdichados descomulgados por el Papa? No, pues en eso perdóneme; si él quiere perder su alma yo estoy bien avenido con la mía, y no será el hijo de mi madre quien se quede a servirle para qué después le tengan a uno por nigromante y hechicero.

                          -¿Sabes lo que digo, Millán? -repuso la muchacha-, es que debe haber mucha mentira en eso de los templarios, porque cuando se ha entrado en la orden un señor tan cristiano y principal como tu amo, se me hace muy cuesta arriba creer esas cosas de magia y de herejía que dicen.

                          -¿Qué sabes tú? -respondió él con un poco de aspereza-; don Álvaro está desconocido desde sus malhadados amores y es capaz de hacer cualquiera cosa de desesperado. En fin, yo allá voy, porque a eso estoy obligado, pero quedarme con él mucho lo dificulto. ¡Ojalá que no le hubiera comido el pan ni me hubiese sacado medio ahogado del Boeza!... ¡Mal haya tu venta! -añadió mirando con ceño a su futura-; que por tus cosas no estamos ya casados en paz y en gracia de Dios y libres de semejantes aprietos, en vez de que así Dios sabe lo que será de nosotros.

                          -Pero, hombre -repuso ella con dulzura-, ¿qué querías que hiciera estando doña Beatriz así?

                          -Sí, sí -contestó él como distraído-; no me hagas caso, porque no sé lo que me digo... ¡Qué demonio de hombre!, ¡haberse metido templario!... ¡Pero, en fin, yo allá voy, y sea lo que Dios quiera! Adiós, Martina.

                          Y dándola un abrazo bajó presuroso la escalera sin aguardar a más, montó en su jaco y tan deprisa cabalgó que en poco más de una hora estaba en Ponferrada. La resolución que tan terminantemente anunció en el principio, y durante su enfado de no servir a don Álvaro, según hemos visto, se iba debilitando poco a poco, y a medida que se acercaba a la bailía se iba deshaciendo como la nieve de las sierras al sol de mayo. El buen Millán era de una índole excelente, y luego los hábitos de amor y de fidelidad hacia don Álvaro se confundían en su imaginación con los recuerdos de sus primeros años, porque se había criado en su castillo y sido el compañero de su infancia. Las hidalgas prendas de don Álvaro, la largueza con que en su testamento había atendido a su suerte y las desdichas que habían formado el tejido de sus jóvenes años eran otros tantos eslabones que le unían a él. Así fue que cuando llegó al castillo, su determinación se la había llevado el viento y sólo pensó en asistir y servir a su antiguo dueño mientras durasen aquellos tiempos revueltos, a despecho de supersticiones, recelos y antipatías de toda clase. Muy de estimar era este sacrificio en un hombre preocupado con las groseras creencias de la época, y que, de consiguiente, sólo a costa de un terrible esfuerzo podía determinarse a saltar por todo.

                          Por mucha que fuese su prisa, se dirigió antes a la celda del maestre que le recibió con su bondad acostumbrada y que deseoso de proporcionar a su sobrino una sorpresa con que pudiese dar vado en cierto modo a sus sentimientos oprimidos, le condujo inmediatamente a su aposento.

                          -Aquí traigo, sobrino, un conocido antiguo -le dijo al entrar-, con cuya vista presumo que os alegraréis.

                          -Ese será mi fiel Millán -repuso al punto don Álvaro-, ¿qué otra persona se había de acordar de mí en el mundo?

                          Millán entonces, sin poderse contener, salió de detrás del maestre que ocupaba la puerta, y corrió desalado a arrojarse a los pies de su señor, abrazándole sus rodillas y prorrumpiendo en lágrimas y sollozos que no le dejaban articular palabra. Don Rodrigo se ausentó entonces, y don Álvaro, enternecido, pero reprimiéndose sin embargo, porque no acostumbraba a mostrar delante de sus criados ningún género de transporte, le dijo levantándole:

                          -No así, pobre Millán, sino en mis brazos, vamos, abrázame, hombre..., en cuanto vine pregunté por ti, ¿qué es de tu persona?, ¿por dónde andabas?

                          -Pero, señor, ¿es posible exclamó el escudero- que después de lloraros por muerto os encuentro ahora en ese hábito?

                          -Nunca le tuvieste gran afición -contestó el caballero procurando sonreírse, pero ahora que le visto yo, fuerza será que le mires con mejores ojos, siquiera por amor del que fue tu amo.

                          -¿Cómo es eso del que fue mi amo? -le interrumpió el escudero como con enojo-; mi amo sois ahora como antes, y lo seréis mientras yo viva.

                          -No, Millán -respondió don Álvaro con reposo-, yo ya no tengo voluntad, sino la del maestre, mi tío, y sus delegados. Los bienes que te dejaba en mi testamento como galardón de tu fidelidad ya no te pertenecen en rigor por haber salido falsa mi muerte, pero yo intercederé con mi tío para que te los dejen, porque, en realidad, yo estoy muerto para el mundo, y quiero regalarte esa memoria.

                          -Señor -contestó el escudero sin dejarle pasar más adelante-, yo para nada necesito esos bienes estando con vos, pero si por vos mismo no podéis admitirme a vuestro servicio, yo iré a pedírselo de rodillas al maestre vuestro tío, no me levantaré hasta que me lo conceda.

                          -No, Millán -respondió don Álvaro-, yo sé que tú tienes otras esperanzas mejores que la de venir a servir a un templario en medio de los peligros que cercan esta noble orden. Todavía tienes una madre anciana, y a más Martina, con lo cual sin duda vivirás tranquilo y con toda aquella ventura que puedes juiciosamente apetecer en esta vida.

                          -En cuanto a mi madre -replicó el escudero-, bastaba el que os abandonase para granjearme su maldición, pero por lo que hace a Martina, que tenga paciencia y me espere, que yo también la he esperado a ella. Además, que no creáis que por eso se enoje, porque la pobrecilla os quiere bien y...

                          Don Álvaro, temblando que no añadiese alguna otra cosa que no deseaba oír, se apresuró a atajarle diciéndole que su resolución estaba tomada y que no quería envolver a nadie en las desgracias que pudieran sobrevenirle. Con esto se entabló una disputa de generosidad entre amo y mozo, firme aquél en su propósito y éste no menos aferrado en su voluntad; disputa que dirimió el maestre haciendo ver a su sobrino la poca cordura que había en desechar un corazón tan generoso en circunstancias como aquellas. Con esto quedó Millán instalado en sus antiguas funciones, y don Rodrigo, así por recompensar su lealtad como por complacer a su sobrino, confirmó la donación hecha en el testamento para que no tuviera que arrepentirse nunca el buen Millán de su desprendimiento.