de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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                          s2t2 38 C XXXVIII - Deplorable era la situación

                          Capítulo XXXVIII

                          Deplorable era la situación de cuantos se encontraban debajo de aquel techo, señalado por blanco a las saetas invisibles de la muerte, pero la de don Alonso era más desastrada que la de ninguno, peor aún que la del mismo don Álvaro. Desde que, sin reparar en medios para lograr sus soñados planes de grandeza, había intentado la violencia de su hija única, en Villabuena, y consentido después en el sacrificio que su abnegación filial le había dictado en Arganza, la salud, la alegría y la honra habían huido de su hogar, como si por un decreto del cielo el castigo siguiese inmediatamente a la culpa, sin darle siquiera respiro para saborear sus terribles frutos. A la muerte de su esposa, siguió la entrevista fatal del soto de su casa, en que cayó la venda de sus ojos, y enseguida, como en un negro turbión, vinieron los desastres de Cornatel, las dudas e incertidumbres de la causa de los templarios y el desenlace fatal del caso de don Álvaro. Cuadro tristísimo, cuyo fondo ocupaban las torturas de doña Beatriz y lo amargo de sus remordimientos.

                          Deseoso de purificar su alma y sin más pensamiento que el contento y la salud de aquella última prenda de su amor y su esperanza, había emprendido su largo viaje a Viena del Delfinado, con una diligencia y ardor incompatible al parecer con su avanzada edad. Allí, sin dejarse vencer de los muchos obstáculos que le oponían la malevolencia de la corte de Francia y el triste giro que la debilidad y cobardía del Papa había dado a aquel ruidoso proceso, se arrojó a los pies de Clemente, le habló de la mucha sangre que habían vertido en defensa de la fe de los suyos, presentó al rey Felipe las cartas que llevaba de don Juan de Lara, estimado de él por su poderío y por haberle dado hospedaje cuando anduvo extrañado de Castilla, y logró ser oído con benevolencia.

                          Dos cosas se concertaron en su favor, además, que no le ayudaron poco en sus propósitos. Fue la primera el aniquilamiento total de la pujanza del Temple en Europa, pues sus guerreros, donde no condenados, estaban presos y desarmados; y la segunda, la llegada de Aymerico, el inquisidor del concilio de Salamanca, que después de haber obrado a tenor de las instrucciones de la sede romana, venía resuelto a cumplir la palabra dada al abad de Carracedo y a los obispos y a seguir el impulso de su corazón que a despecho de sus muchas prevenciones contra el Temple se había aficionado a la bizarría y caballerosidad de don Álvaro durante el juicio. Cuanto había tenido de inflexible su conducta dictada por el rigor de la obediencia, tuvieron ahora de fervorosos sus servicios; así fue que, disipados los recelos que el poder de aquella arrogante milicia había inspirado, y merced a la eficaz mediación de Aymerico, obtuvo el señor de Arganza la anhelada dispensa en tiempo infinitamente más breve del que buenamente pudiera esperar, con lo cual se le dobló el contento. Tal era su ansiedad por llegar él mismo con la dichosa nueva a los brazos de su hija, que en cortísimo espacio cruzó parte de la Francia y España casi entera, llevado como en alas de la alegría, y enteramente olvidado del peso de los años. Cuál fue el término de tan presuroso viaje, ya lo vimos, pues la sangre del corazón de doña Beatriz fue las rosas que alfombraron su camino, y el estertor de su agonía los festejos por su llegada. Tal había de ser el paradero de tantos esfuerzos, y sobre esto giraban sus desolados pensamientos mientras sentado a los pies de la cama de su hija aguardaba, deshecho en llanto, su postrer suspiro.

                          El reposo de la joven tuvo poco de largo y menos de sosegado, pero, tal como fue, bastó a disipar las nubes que oscurecían su razón para hacer más dolorosos de este modo sus postreros momentos y derramar al mismo tiempo un fulgor divino sobre la caída de aquel astro, en cuyos benéficos resplandores tantos infelices habían encontrado alivio y consuelo. Cuando abrió los ojos comenzaban a entrar por la entreabierta ventana las pálidas claridades del alba, junto con aquel ligero cefirillo que parece venir a despertar las plantas adormecidas antes de la salida del sol. En el jardín de la quinta gorjeaban jilgueros alegres, calandrias y un sinfín de pajarillos, y las flores, abriendo sus cálices, llenaban el aire de perfumes. Desde la cama de doña Beatriz se divisaba el oriente, donde una porción de caprichosos celajes se coloreaban y esmaltaban con indecible pompa y esplendor a casi todo el lago, cuya transparente llanura, reflejando los accidentes del cielo, parecía de oro líquido y encendida púrpura. Los lavancos y gallinetas revoloteaban tumultuosamente por su superficie levantando a veces el vuelo con alegres aunque ásperos graznidos, y precipitándose enseguida con sonoro ruido entre los juncos y espadañas. En suma, el día amanecía tan risueño y alegre que nadie pudiera creer que en medio de su claridad hubiera de eclipsarse una obra tan perfecta y hermosa.

                          Este fue el espectáculo que encontraron al abrirse los ojos de doña Beatriz, y en él se clavaron ávidamente. Tenían una especie de cerco ligeramente azulado a su alrededor, con lo cual resaltaban más los rayos que despedían; el semblante, aunque algo ajado, manifestaba la misma pureza de líneas y angelical armonía que en sus mejores tiempos.

                          -¡Hermoso día! -exclamó, en fin, con voz melancólica, aunque bastante entera.

                          Enseguida rodeó la estancia con la vista y viendo a todos desemblantados y la mayor parte llorosos a causa de las fatigas y dolorosas escenas de la noche anterior, y que con ojos espantados la miraban, las lágrimas se agolparon a sus párpados. Reprimiólas, sin embargo, con un esfuerzo de que sólo era capaz un alma de tan subido temple como la suya, y llamándolos con la mano en derredor de la cama, y asiendo la de su padre, le dijo con acento sosegado:

                          -Esta muerte que tan de súbito me coge en la primavera de mi vida, más me duele por vos, padre mío, por este noble y generoso don Álvaro y por todos estos buenos amigos que han puesto en mí su cariño, que no por mí. Al cabo, hace más de un año que una voz secreta me está pronosticando este paradero, y aunque ayer lo sufrí con impaciencia queriendo volverme locamente contra el cielo, hoy que se han disipado las nieblas de mi entendimiento, con humildad me postro delante de la voluntad suprema. Ya lo veis, señor, qué pasajera es la luz de nuestros deseos y grandezas; ¿quién le dijera a mi madre que había de seguirla tan en breve? ¿Por qué habéis, pues, de acongojaros de ese modo, cuando vos mismo caminaréis muy pronto por mis huellas, adonde yo con mis hermanos y mi madre os salga a recibir para nunca apartarnos de vos?

                          -¡Oh, hija de mi dolor! -exclamó el anciano-, tú eras mi postrer esperanza en la tierra, pero no es tu temprano fin el que abreviará mis cortos días, sino la ponzoñosa memoria de mi falta.

                          -¡Ah!, santo religioso -continuó volviéndose al abad-, ¡ved, ved como se cumple vuestra profecía! ¡Quiera el cielo perdonarme!

                          -¿Eso dudáis, padre mío? -continuó doña Beatriz-, cuando ya no sólo os he perdonado sino que lo he olvidado todo, y cuando este joven, harto más infeliz que yo, os respeta y venera como yo misma. ¿No es verdad, noble don Álvaro? Acercaos, esposo mío, en la muerte, venid a decírselo vos mismo para que el torcedor del remordimiento no atormente los escasos días que de vivir le quedan. ¿No es verdad que le perdonáis?

                          -Sí, le perdono; ¡así me perdone Dios la desesperación que me va a traer vuestra muerte!

                          -¡La desesperación! -le dijo ella como con asombro afectuoso-, ¿y por qué así? Nuestro lecho nupcial es un sepulcro, pero por eso nuestro amor durará la eternidad entera. ¡Ah, don Álvaro!, ¿esperabais mejor padrino de nuestras bodas que el Dios que va a recibirme en su seno?, ¿concierto más dulce que el de las arpas de los ángeles?, ¿cortejo más lucido que el coro de serafines que me aguarda?, ¿templo más suntuoso que el empíreo? Sí vuestros ojos estuviesen alumbrados como los míos por un rayo de la divina luz, seguro es que las lágrimas se secarían en ellos o que las que corriesen serían de agradecimiento.

                          Hizo aquí una breve pausa durante la cual sus ojos se clavaron en los de su amante con expresión singular y, por fin, le dijo:

                          -Leyendo estoy en ese corazón hidalgo como en un libro abierto. ¿No es verdad que querríais quedar en este mundo con el título de mi esposo? Vuestra alma me ha seguido por mi sendero de espinas y dolores, y ni aun en la muerte me abandona. ¡Ah!, ¡gracias!, ¡gracias!... Padre mío -añadió dirigiéndose al señor de Arganza-, y vos, reverendo abad, sabed que yo también quiero comparecer ante el trono del Eterno adornada de tan hermoso dictado. Unidnos, pues, antes que se apague la llama de mi vida.

                          El abad, aunque poseído de consternación, se acercó entonces, y como para templar un poco su ardiente exaltación, le dijo cuán conveniente era que una confesión de ambos precediese a tan augusta ceremonia.

                          -Tenéis razón -contestó ella-, pero he aquí la mía, que bien puede decirse en alta voz. Yo he amado y sufrido; cuantos beneficios han estado en mi mano esos he derramado; cuantas lágrimas he podido enjugar esas he enjugado; si alguna vez he odiado, sedme testigo de que me arrepiento y perdono.

                          -Otro tanto sé decir de mí -añadió don Álvaro-, unos han sido nuestros sentimientos, una nuestra vida; ¡pluguiese al cielo que la muerte nos igualase del mismo modo!

                          Don Alonso hizo entonces una señal al abad para que se apresurase a dar fin a un acto que podía servir en cierto modo de alivio a entrambos, y el anciano juntó la mano poderosa de don Álvaro, con la débil y casi transparente de doña Beatriz, y con voz conmovida pronunció las palabras del sacramento, después de las cuales quedaron ya esposos ante el Dios que debía juzgar al uno de ellos dentro de pocas horas. Las reflexiones que enseguida les hizo fueron bien diferentes de las que en tales casos se acostumbran, pero en lugar de hablarles del amor que podía dulcificar las amarguras de su vida y hacerles más llevadero el camino del sepulcro, sólo les puso delante las esperanzas de otro mundo mejor, lo deleznable de las terrenas felicidades y el premio inefable de la resignación y la virtud.

                          Acabada la sagrada ceremonia, y cual si hubiese sido un bálsamo para su llagado corazón, doña Beatriz quedó muy sosegada y serena. A nadie engañó, sin embargo, esta engañosa tregua de su enfermedad, y mucho menos a la llorosa Martina que, sobradamente penetrada del riesgo inminentísimo de su señora, no apartaba los ojos de ella ni un punto. Advirtió la enferma su solicitud e inquietud dolorosa, y atrayéndola a sí por la mano, y enjugándole con la suya las lágrimas que la atribulada doncella no acertaba a contener, le dijo:

                          -¡Pobre muchacha, que era más viva y alegre que el cabritillo que trisca por estos montes! Un año entero has pasado lleno de angustia y de pesares, sin que tu amor y tu fidelidad se hayan desmentido ni un instante. Tu felicidad me ha ocupado muchas veces, y ahora mismo quiero asegurártela por entero.

                          El llanto y los sollozos de la pobre niña se redoblaron entonces, y no pudo articular ni una sola palabra de agradecimiento.

                          -Padre mío, a vuestra liberalidad la encomiendo; mirad que he encontrado en ella toda la sumisión de una sierva y el cariño de una hermana. Y vos, don Álvaro, dulce esposo mío, tomadla a ella y a su futuro marido bajo vuestro amparo, pues su lealtad y ternura hacia vos no han sido menores, y ya que el mundo no se ha puesto de por medio en el camino de su sencilla inclinación, gocen en paz una vida que tal vez hubiéramos gozado nosotros, si hubiéramos vestido su humilde hábito. Y vosotros, amigos míos -añadió dirigiéndose a los criados, porque todos habían acudido a aquella escena de dolor, y la presenciaban como si se les cayesen las alas del corazón-, fiel Nuño, honrado Mendo, a todos os doy las gracias por el amor que me habéis mostrado, y a todos os encomiendo igualmente a la generosidad de mi padre y de mi esposo.

                          Aquellas pobres gentes, y sobre todo las mujeres, rompieron en alaridos y llantos tales que hubo que echarlos de la estancia para que no perturbasen a la señora en sus últimos instantes.

                          A medida que el sol iba subiendo, las ligeras nubes que había sembradas por el cielo se disiparon y, por último, se quedó el firmamento tan azul y puro que, como en el Ensueño de Byron, «Dios sólo se veía en medio de él». El lago estaba terso y unido como un espejo, y sus riberas silenciosas y solas, los pájaros del jardín habían callado también, pero sus flores, con el seno desabrochado a los ardientes rayos del sol, inundaban el aire de aromas que llegaban hasta el lecho de doña Beatriz.

                          -¡Cuántas veces -le dijo a don Álvaro-, habrás comparado mis mejillas a las rosas, mis labios al alhelí, y mi talle a las azucenas que crecen en ese jardín! ¿Quién pudiera creer entonces que la flor de mi belleza y juventud se marchitaría antes que ellas? ¡Vana soberbia la de los pensamientos humanos!

                          El hombre se figura rey de la naturaleza y, sin embargo, él sólo no se reanima, ni florece con el soplo de la primavera.

                          La heredera de Arganza, lo mismo en medio de sus vasallos que lejos de ellos, era la madre de los menesterosos y el ángel consolador de las familias; la noticia de su peligro llenó, por lo tanto, de desolación los pueblos de Lago, Villarrando y Carucedo, de los cuales acudieron infinitas gentes a la quinta.

                          En una especie de plazuela que había delante de la puerta principal se fueron juntando todos, y aunque se les encargó el silencio, era tal su ansiedad que no podían acallar un rumor sordo sobre el cual se alzaba de cuando en cuando un grito de alguno recién venido, y que ignoraba el encargo, o de otro que no podía reprimirse.

                          Poco tardó en percibirlo doña Beatriz, en cuyo corazón encontraban tanto eco todas las emociones puras, y no pudo menos de enternecerse con aquella muestra de cariño, tan sencilla y verdadera.

                          -¡Pobres gentes! -dijo conmovida-, ¡y cómo me pagan con creces el amor que les he mostrado! Cierto que me echarán de menos más de una vez, pero este es uno de los mayores consuelos que puedo recibir este instante.

                          Entonces significó a su padre y al abad por más extenso las mandas y dádivas que en su nombre se habían de hacer, y manifestó al prelado con vivas expresiones su agradecimiento por su amor paternal nunca desmentido y lo mismo al anciano médico que en su larga enfermedad había mostrado un celo que sólo la caridad podía encender en su corazón entibiado por los años. Asimismo, encargó con el mayor encarecimiento que la enterrasen en la capilla de la quinta, a orillas de aquel lago retirado y tranquilo tan lleno de memorias para su corazón.

                          No parecía sino que aquella existencia de tantos adorada pendía en aquella ocasión de uno de los rayos luminosos del sol, porque declinaba hacia su ocaso al compás del astro del día. Púsose éste, por fin, detrás de las montañas, y entonces doña Beatriz, levantando hacia él su lánguida mirada, dijo a su esposo:

                          -¿Os acordáis del día que os despedisteis de mí por primera vez en mi casa de Arganza? ¿Quién nos dijera que el mismo sol que alumbró nuestra primera separación había de alumbrar en tan breve espacio la postrera? No obstante, la suerte se muestra más benigna conmigo en este instante, pues entonces me apartaba de vuestro lado y ahora de entre los brazos de mi esposo vuelo a los de Dios.

                          Al acabar estas palabras inclinó suavemente la cabeza sobre el hombro de don Álvaro, sin hacer extremo ni movimiento alguno, como acostumbraba en los frecuentes deliquios que padecía; pero pasado un rato, y viendo que no se sentía su respiración, la apartó de sí azorado. El cuerpo de la joven cayó entonces inanimado y con los ojos cerrados sobre la cama, porque sobre su hombro acababa de exhalar el último suspiro

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                          En la misma noche despachó correos el abad a Carracedo y al monasterio benedictino de San Pedro de Montes, y a la mañana siguiente acudieron un crecido número de monjes de entrambos, con lo cual pudo hacerse el entierro de la malograda joven con toda la suntuosidad correspondiente a su clase. Don Álvaro, que desde que vio muerta a su esposa se encerró en un silencio pertinaz, se empeñó en acompañar su cadáver a la capilla. Durante el oficio estuvo tranquilo, aunque echando de cuando en cuando miradas vagarosas al féretro y a la concurrencia, pero cuando llegó el caso de depositar en el sepulcro aquellos restos inanimados, dando un tremendo alarido se precipitó para arrojarse en él. Acudieron al punto los circunstantes y le detuvieron mal su grado. Viendo entonces burlado su intento se desasió de sus brazos y sin cesar en sus alaridos y con todas las trazas de un demente corrió con planta ligera a emboscarse en lo más cerrado del monte a la parte de las Médulas. Su razón había sufrido un fiero golpe, y al cabo de algunos días, el fiel Millán le encontró en una de las galerías de las antiguas minas con el cabello descompuesto y la ropa desgarrada. Con gran maña lo restituyó a la quinta donde aplicándole muchos remedios volvió pronto a su juicio al cabo de algunos días. En cuanto se vio libre de su acceso rogó que le dejasen bajar a la capilla, pero todos se opusieron fuertemente, temerosos de que la vista de aquel sepulcro, no bien cerrado, desatase otra vez la vena de su locura; sin embargo, tantas y tan concertadas fueron las razones que dio, que al cabo hubieron de dejarle cumplir aquel triste gusto. Arrodillóse sobre la sepultura y en oración ferviente pasó más de una hora; besó, por último, la losa, y levantándose en seguida, sin pronunciar palabra, ni hacer extremo alguno de dolor, se salió y montando en su arrogante caballo se partió de la quinta sin despedirse de don Alonso y seguido de Millán y otros dos o tres criados más antiguos, que al rumor de su enfermedad y locura acudieron desalados a la quinta.

                          Apenas llegó a Bembibre hizo dejación de todos los bienes que poseía en feudo y, mejorando considerablemente la herencia de su escudero, repartió lo demás entre sus criados y vasallos más pobres. Hecho esto, una mañana le buscaron por todo el castillo y no apareció; lo único que se había llevado consigo era el bordón y sayal de peregrino de uno de sus antepasados que había ido a la Tierra Santa en aquel hábito, y para memoria se guardaba en una de las piezas del castillo. De aquí dedujeron unos que él también se habría encaminado a Palestina, otros que no era allí sino a Santiago de Galicia donde iba con ánimo de quedarse en algún retirado monasterio de aquella tierra, y no faltó, por último, quien dijo que la locura había vuelto a apoderarse de él.

                          El señor de Arganza, por su parte, sobrevivió poco a su interesante y desdichada hija, como era de esperar de sus años y de su profunda aflicción. Con su muerte se extinguió aquella casa ilustre que pasó a unos parientes muy lejanos y quedó un vivo cuanto doloroso ejemplo de la vanidad, de la ambición y de los peligros que suelen acompañar a la infracción de las leyes más dulces de la naturaleza.