de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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    El Señor de Bembibre
      Como ganar amigos e influir sobre las personas.
        El PRINCIPIO de Peter.
          El vendedor mas grande del mundo.
            LA CAJA
              La culpa es de la vaca.
                La Ley de MURPHY
                  CARTAS de un empresario a su hijo.
                    ¿Quien se ha llevado mi queso?.
                      EL PRINCIPE de Nicolas Maquiavelo.
                        El ARTE de la guerra
                          Don QUIJOTE de la Mancha.
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                          s2t2 39 - Conclusión

                          Conclusión

                          El manuscrito de que hemos sacado esta lamentable historia anda muy escaso en punto a noticias sobre el paradero de los demás personajes, en cuya suerte tal vez no faltarán lectores benévolos que se interesen. Por desgracia, no pocos de ellos eran viejos cuando les conocimos, y así el manuscrito ya citado se contenta con decirnos que después de la extinción final del Temple que Clemente V decretó en el concilio de Viena, no por vía de sentencia, sino como providencia de buen gobierno, la mayor parte de los caballeros fueron destinados a monasterios de diferentes órdenes, y entre ellos el anciano maestre de Castilla, don Rodrigo Yáñez, vino a concluir sus breves días a Carracedo. Díjose, y no sin fundamento, que la desgracia de su sobrino, añadida a los infinitos pesares que le había traído el triste fin de su orden, acortó el hilo de su vida. El buen abad tardó poco en seguirle colmado de bendiciones por todos sus vasallos a quienes miraba como a hijos.

                          Por lo que hace al comendador Saldaña, fiel a su propósito, abandonó la Europa degenerada y cobarde, como siempre la llamaba, y pasó a Siria, donde acabó sus días en una revuelta de los cristianos oprimidos que acaudillaba. En resumen, el tal manuscrito no parece sino un libro de defunciones, porque, según él, hasta el mismo Mendo, el palafrenero, fue víctima de una apoplejía fulminante que le trajo su obesidad cada vez mayor.

                          De la suerte posterior del señor de Bembibre, de la linda Martina, de Millán y de Nuño, nada más de lo que sabemos contenía; pero en el año pasado de 1842, visitando en compañía de un amigo las montañas meridionales del Bierzo, hicimos en el archivo del monasterio de San Pedro de Montes un hallazgo de grandísimo precio sobre el particular que nos aclaró todas nuestras dudas. Era el tal una especie de códice antiguo escrito en latín por uno de los monjes de la casa, pero como los sucesos que en él se refieren exigen cierto conocimiento de los lugares, nuestros lectores pueden perdonarnos, mientras les enteramos de lo más preciso, haciéndose cargo de que habiendo tenido paciencia para seguirnos hasta aquí, bien pueden decir con el refrán vulgar «donde se fue el mar que se vayan las arenas».

                          El monasterio de San Pedro de Montes es antiquísimo, pues se remonta su origen a San Fructuoso y San Valerio, santos ambos de la época gótica, y su restauración, después de la invasión sarracénica, pertenece a San Genadio, obispo de Astorga, cuya es la iglesia que aún en día se conserva, con traza de durar no pocos años. Su situación, en medio de las asperísimas sierras que ciñen el Bierzo por el lado de mediodía, revela bien el terrible ascetismo de sus fundadores, pues está montado sobre un precipicio que da al riachuelo Oza y por todas partes le cercan montes altísimos, riscos inaccesibles y oscuros bosques. El rumor de aquel arroyo, encerrado en su hondísimo y peñascoso cauce, tiene un no sé qué de lastimero, y los pájaros que comúnmente se ven son las águilas y buitres que habitan en las rocas. El pico de la Aguiana, cubierto de nieve durante siete u ocho meses y el más alto de todos los del Bierzo, domina el monasterio casi a vista de pájaro y dista poquísimo por el aire, pero son tales los derrumbaderos que por aquel lado lo cercan, que el camino para llegar allá tiene que serpentear en la ladera por espacio de más de una legua y tomar además grandes rodeos. Esta montaña es muy pelada, pero está cubierta de plantas medicinales y tiene en su misma cresta una ermita medio enterrada a causa de las nieves y ventarrones, en que se adoraba, hasta la extinción del monasterio, la imagen de Nuestra Señora de la Aguiana, cuya función se celebraba el 15 de agosto y era concurridísima romería.

                          La vista que desde aquella altísima eminencia se descubre es inmensa, pues domina la dilatada cuenca del Bierzo llena de accidentes a cual más pintorescos y hermosos, y desde allí se extiende la mirada hasta los tendidos llanos de Castilla por el lado de oriente, y por el occidente hasta el valle de Monterrey, semiadentro de Galicia. La Cabrera, altísima y erizada de montañas, le hace espalda, y es, en suma, uno de los puntos de vista más soberbios de que puede hacer alarde España, a pesar de que el lago de Carucedo y los barrancos y picachos encarnados de las Médulas, adornos de los más raros y preciosos que el Bierzo tiene, desaparecen detrás de las vecinas rocas de Ferradillo. Este, sin embargo, es pequeño inconveniente, porque están situadas a corta distancia de la ermita, y con un paseo se puede gozar de la perspectiva de entrambos objetos.

                          Hechas, pues, estas explicaciones que hemos juzgado necesarias, volvamos al códice latino cuyas palabras vamos a traducir fielmente haciendo antes una profunda cortesía a nuestros lectores en señal de despedida, ya que después de ellas, nada podemos contarles de nuevo. Dice así:

                          «Por los años de 1320, ocho después que el santo padre Clemente V, de santa memoria, disolvió la orden y caballería del Temple, acaeció que un peregrino que volvía a visitar el sepulcro del Salvador, mal perdido por los pecados de los fieles, apareció en la portería de esta santa casa, y habiendo pedido que la llevasen a la cámara del abad, así lo hicieron. Largo rato duró la plática con su reverencia, la cual, al cabo, vino a dar por resultado que el forastero de todo el mundo desconocido tomase el hábito del glorioso patriarca San Benito a los dos días, con grande admiración de todos nosotros; pero el abad con quien, según oímos de sus labios, se había confesado el peregrino, pasó por encima de todos los trámites y requisitos acostumbrados para entrar en religión, y nos impuso silencio con la voz de su autoridad. El nuevo monje podía tener como hasta treinta y dos años, era alto, bien dispuesto y de hermosas facciones, pero las penitencias, sin duda, y tal vez los disgustos le doblaban la edad al parecer. Era muy austero y taciturno, y su aire a veces parecía como de quien en el siglo había sido un poderoso de la tierra. Esto, sin embargo, no dañaba a la modestia y suavidad de trato que con todos usaba, si bien por muy poco tiempo disfrutamos el suyo.

                          Pocos días antes de su misteriosa llegada había fallecido el ermitaño de la Aguiana, santo varón muy dado a la penitencia; pero como la ermita está cubierta de nieve gran parte del año, y la cerca tan grande soledad y desamparo, ninguno se sentía con fuerzas para vida tan áspera y rigurosa. Comoquiera, el nuevo religioso no bien se hubo enterado de lo más necesario al reciente estado, se partió con consentimiento del abad a morar en la ermita, dejando avergonzada nuestra flaqueza con su valerosa resolución. Era esto a principios del otoño, cuando caen en aquella eminencia las primeras nieves, y nubarrones casi continuos comienzan a ceñirla como un ropaje flotante, pero sin arredrarse por eso, tomó posesión al punto de su nuevo cargo.

                          Los resplandores de su virtud y caridad no pudieron estar largo tiempo ocultos, y así pronto se convirtió en el ídolo de la comarca. Partía con los pastores pobres su escasa ración de groseros alimentos, y cuando se arrecían con el frío, les cedía la porción de vino que le daban en el convento y que sin duda sólo recibía con este objeto, pues nunca lo llegaba a los labios. Acontecía algunas veces que una res vacuna o alguna cabra se perdía a boca de noche en aquellas soledades, y él entonces, a trueque de ahorrar a su dueño un disgusto de su pérdida, salía de la ermita pisando nieve endurecida y la llevaba al pueblo a riesgo de ser devorado de los lobos, osos y otras alimañas de que tan gran abundancia se cría en estas breñas.

                          Con estas y otras buenas obras, de tal manera se llevó tras sí el respeto y los corazones de esta gente sencilla, que sus palabras eran para ellos como las que Moisés oyó de boca del Señor en el monte Oreb. Él los consolaba en sus aflicciones, componía sus diferencias, les daba instrucciones para sus cacerías como persona muy entendida, y era, por fin, como la luz de estas oscuras y enriscadas asperezas.

                          Los fríos del invierno y el rigor de sus penitencias acabaron de destruir su salud ya quebrantada; así es que la dulce estación de la primavera no le restauró en manera alguna. Sin embargo, salía muy a menudo de la ermita, y paseando, aunque con trabajo, llegaba a las rocas de Ferradillo, desde donde se registran las cárcabas y pirámides de las Médulas y el plácido y tranquilo lago de Carucedo. Allí se pasaba las horas como arrobado, y hasta que declinaba el día casi nunca volvía a su estrecha celda. El abad, viendo cómo decaían sus fuerzas, le rogó repetidas veces que dejase vida tan penosa y bajase a recobrarse al monasterio, pero nunca lo pudo recabar de él.

                          Por fin la noche antes de los idus de agosto (14) víspera de la función de la Virgen de la Aguiana, se oyó tocar a deshora la campana del ermitaño con gran prisa, como pidiendo socorro. Alborotóse con esto no sólo la comunidad, sino el pueblo entero, y apresuradamente subieron a la ermita, pero por prisa que se dieron, cuando llegaron los delanteros ya le encontraron muerto. Grandes llantos se hicieron sobre él, pero aunque registraron su pobre ajuar no encontraron sino una cartera destrozada, con una porción de páginas desatadas al parecer y sin concierto, llenas de doloridas razones y sembradas de algunas tristísimas endechas, por las cuales nada podían rastrear sobre el nombre y calidad del desconocido.

                          Al otro día, según dejamos dicho, era la romería de Nuestra Señora, y tanto para que recayesen sobre el difunto las oraciones de los fieles, cuanto por ver si había alguno que le conociese entre aquel numeroso concurso, lo pusieron en unas andas tendidas de negro a los pies de la ermita, amortajado con su propio hábito y con la cartera de seda encima.

                          Las gentes que vinieron aquel año fueron muchísimas, pero entre ellas llegó una familia que por el vistoso arreo de su traje llamaba la atención. Componíase de un anciano que pasaba ya de los sesenta; de un mozo como de treinta y dos, muy gallardo; de una mujer como de veinticinco, rubia, de ojos azules y tez blanca, de extraordinaria gracia y gentileza, que traía de la mano, después que se apearon de sus yeguas, una niña como de siete años, con una túnica blanca de lienzo y una gran vela de cera en la mano. La especie de mortaja que la cubría, la ofrenda que llevaba en la mano, y más que todo su color un poco quebrado, pero que en nada menguaba su hermosura de ángel, daban a conocer que venía con sus padres a cumplir algún voto hecho a la Virgen en acción de gracias, por haberla sacado de las garras de la muerte en alguna enfermedad no muy lejana. Era una familia en cuya vista se recreaba el ánimo involuntariamente, porque se conocía que la paz del corazón y los bienes de fortuna contribuían a hacerlos dichosos en este valle de lágrimas.

                          Los cuatro, pues, entraron en la ermita, y viendo tanta gente agolpada alrededor del muerto, se acercaron también, llevados a un tiempo de la curiosidad y de la piedad. Trabajo les costó romper el cerco de aldeanos para rodear aquel humilde ataúd, pero apenas llegaron a él los dos jóvenes esposos, cuando fijando ella la vista en la cartera y él en el semblante del muerto, se pintó en sus rostros a un mismo tiempo la sorpresa y el terror. Estaba la cartera muy descolorida, como si sobre ella hubiesen caído muchas gotas de agua, y el cadáver, como es uso entre los monjes, tenía cubierto el rostro hasta la barba con la capucha; pero así y todo, y con la seguridad que una voz interior les daba, abalanzóse él a descubrir la cara del muerto, y ella se apoderó con ansia de la cartera que comenzó a registrar.

                          -¡Virgen santísima de la Encina! -exclamó la mujer dando un descompasado grito-, ¡la cartera de mi pobre y querida ama doña Beatriz Ossorio!

                          -Dios soberano -gritó él, por su parte, abrazándose estrechamente con el cadáver-, ¡mi amo, mi generoso amo, el señor de Bembibre!

                          -¿Quién decís? -exclamó el viejo atropellado por la gente, ¿el esposo de aquel ángel que yo vi nacer y morir?

                          Los tres entonces, asiéndose de las manos y del hábito del difunto, comenzaron un tierno y doloroso llanto, en que muchos de los circunstantes conmovidos, a vista del no pensado caso, no tardaron en acompañarles.

                          -Madre -preguntó la niña con ojos llenos también de lágrimas y medio aturdida con lo que veía-, ¿es éste aquel señor tan bueno de que hablas tantas veces con mi padre?

                          -Sí, Beatriz mía, hija de mi alma -exclamó su madre alzándola en sus brazos-, ese es vuestro bienhechor. Besa, alma mía, besa el hábito de ese santo, porque si esta Virgen divina te ha concedido la salud y guardándote a nuestro amor, fue porque él sin duda se lo pedía.

                          Los romeros entonces dijeron ser Nuño García, montero que había sido del señor de Arganza; Martina del Valle, camarera de su hija doña Beatriz, y Millán Rodríguez, escudero y paje de lanza de don Álvaro Yáñez, señor de Bembibre que era el que allí muerto a la vista tenían. En esto llegó el abad de esta santa casa vestido con ropa de iglesia para bajar en procesión la santa imagen, según era costumbre, y diciendo muchas palabras de consuelo a los afligidos criados, les aseguró ser cierto lo que veían y creían. Don Álvaro, según lo que contó, había ido a meterse fraile a un convento de la Tierra Santa, pero habiéndolo entrado los infieles a saco antes de cumplir el año del noviciado, fatigado del deseo de la patria, y atraído por la sepultura de su esposa, había venido a Montes donde había confiado todas esas cosas al abad bajo secreto de confesión, hasta que otro no descubriese su nombre.

                          Comoquiera, el pesar que aquellas gentes recibieron fue muy grande, y aun Millán pidió que le dejasen llevar el cuerpo a Bembibre, pero el abad no lo consintió, así por no ir contra la voluntad expresa del difunto, que quería ser enterrado entre sus hermanos, como porque creía que sus reliquias habían de traer bien a este monasterio. A los huéspedes los agasajó y regaló con mucho amor, y en especial al viejo Nuño a quien vio afligidísimo el día del entierro de doña Beatriz, y cobró afición muy particular desde entonces por su lealtad. El pobre montero, viejo ya y sin familia, se vio desamparado de todo punto cuando se acabó la casa de su amo, dado que rico con sus mandas y larguezas, y se fue a vivir con Martina y Millán en cuya casa pasaba los últimos años de su vida muy querido y estimado. Al cabo de dos días se volvieron todos a Bembibre, donde vivían bien y holgadamente, colmados de regalos y finezas.

                          Tal fue este extraño suceso, que me pareció conveniente asentar aquí, y que duró mucho tiempo en la memoria de estas gentes. De los ya nombrados criados, tengo oído decir a muchas personas que aunque vivieron muy dichosos, rodeados de hijos muy hermosos y bien inclinados, y muy ricos para su clase, sin embargo, aun pasados muchos años, se les anublaban los ojos en lágrimas cuando recordaban el fin que tuvieron sus buenos amos, y sobre todo el señor de Bembibre.»