Capítulo XXXIII
Mientras esto pasaba en Salamanca, doña Beatriz, pendiente entre la esperanza y el temor, veía correr uno y otro día fijos los ojos en el camino de Ponferrada, creyendo descubrir en cada aldeano un mensajero, portador de la suerte de su amante y de la orden. La elevación natural de su espíritu le hacía mirar siempre el honor como el primero de los bienes, y bien puede decirse que entonces en el de don Álvaro pensaba, y no en su felicidad. Poco podía influir en su ánimo la sentencia más infamatoria que contra él llegase a fulminarse, porque el amor puro y lleno de fe que se había abrigado en aquel corazón, y que todavía le encendía, era incompatible con toda duda ni sospecha, pero la idea de ver a un joven tan noble y pundonoroso sujeto a infamantes penas, a la misma muerte quizá, la estremecía en sueños y despierta.
A pesar de todo, los consuelos y seguridades de su padre, la entrada de la benéfica estación y la influencia que aquellos lugares apacibles y pintorescos ejercían en su espíritu, producían poco a poco alguna mejoría en su salud y parecían disminuir su ansiedad y sus temores. El lago había recobrado la verdura de sus contornos y la serenidad de sus aguas; los arbolados de la orilla, de nuevo cubiertos de hoja, servían de amparo a infinidad de ruiseñores, palomas torcaces y tórtolas que poblaban el aire de cantares y arrullos; los turbios torrentes del invierno se habían convertido en limpios y parleros arroyos; los vientos templados ya y benignos traían de los montes los aromas de las jaras y retamas en flor; los lavancos y gallinetas revoloteaban sobre los juncales y espadañales en donde hacían sus nidos, y el cielo mismo, hasta entonces encapotado y ceñudo, comenzaba a sembrar su azul con aquellos celajes levemente coloreados que por la primavera adornan el horizonte al salir y ponerse el sol. La Aguiana había perdido su resplandeciente tocado de nieve y sólo algunas manchas quedaban en los resquicios más oscuros de las rocas, formando una especie de mosaico vistoso. La naturaleza entera, finalmente, se mostraba tan hermosa y galana, como si del sueño de la muerte despertase a una vida perdurable de verdor y lozanía.
A la manera que el agua de los ríos se tiñe de los diversos colores del cielo, así el espectáculo del mundo exterior recibe las tintas que el alma le comunica en su alegría o dolor. Los acerbos golpes que doña Beatriz había recibido y su retraimiento en el monasterio habían trocado la natural serenidad de su alma en una melancolía profunda que, estimulada por el mal, tendía sobre la creación un velo opaco. Antes eran sus pensamientos un cristal rutilante que esmaltaba y daba vida y matices a todos los objetos al parecer más despreciables, porque el amor derramaba en su imaginación el tesoro de sus esperanzas más risueñas, y ella a su vez las vertía a torrentes sobre las escenas que a sus ojos se ofrecían, pero deshecho el encanto y deshojadas las flores del alma, todo se había oscurecido. El mundo, mirado desde las playas de la soledad y a través del prisma de las lágrimas, sólo tiene resplandores empañados y frondosidad marchita.
Una tarde que estaba entregada a semejantes pensamientos en el mirador de la quinta paseando por el cristal de las aguas distraídas miradas, llegóse su padre a ella a tiempo que sus ojos se fijaban en el castillo de Cornatel, plantado a manera de atalaya en la cresta de sus derrumbaderos. No advirtió ella la aproximación de don Alonso y siguió engolfada en sus meditaciones.
-¿Qué piensas, Beatriz -le preguntó con su acostumbrado cariño-, que no has reparado en mí?
-Pensaba, señor -le respondió ella, llevando su mano a los labios-, que mi vida no es de dieciocho años, sino tan larga como la vuestra. Yo tenía un amante y lo he perdido, tenía una madre y la he perdido, tuve un esposo y allí lo he perdido también -añadió señalando el castillo con el dedo-. Dos veces me he visto desterrada del techo paterno; don Álvaro, desposeído de sus esperanzas, se acogió al claustro guerrero de una orden poderosa y helo ahí por el suelo. ¿Cómo en el breve espacio de un año se han amontonado tantos sucesos sobre la endeble tela de mi vida? ¿Qué es la gloria del hombre que así se la lleva el viento de una noche? Mi ventura se fue con las hojas de los árboles el año pasado, ¡ahí están los árboles otra vez llenos de hojas!, yo les pregunto: ¿qué hicisteis de mi salud y de mi alegría?, pero ellas se mecen alegremente al son del viento y si alguna respuesta percibo en su confuso murmullo es un acento que me dice: «El árbol del corazón no tiene más que unas hojas y cuando llegan a caerse se queda desnudo y yerto, como la columna de un sepulcro».
-Hija mía -respondió el anciano-, ¿te acuerdas de que el Señor hizo brotar una fuente de las entrañas de una peña para que bebiese su pueblo? Cómo dudas, pues, de su poder y su bondad. ¿Te sientes peor?... Esta mañana no te he visto pasear por los jardines como otras veces...
-Sin embargo -contestó ella-, ya puedo andar un buen trecho sin el apoyo de Martina, y suelo dormir alguna que otra hora de la noche. Espero en Dios que mi mejoría será mayor cada día y que pronto sanaré de los males del alma y del cuerpo.
La cuitada se acordó de que su padre la escuchaba y volvió a su sistema de generoso fingimiento, pero tan lejos estaba de decir lo que sentía, que sin poderlo remediar terminó con un suspiro aquellas consoladoras palabras. El anciano le dirigió una mirada tan triste como penetrante y, al cabo de un corto rato en que guardó silencio, le dijo con acento sentido:
-Beatriz, hace tiempo que estoy viendo tus esfuerzos, pero tú no sabes que cada uno es un dardo agudísimo que me traspasa el corazón. ¿De qué me sirven esas apariencias vanas?... ¡Tú sí que te empeñas en deshojar la planta de mi arrepentimiento y en quitarme hasta la esperanza de sus frutos! Vuelve en ti, hija mía, y piensa que tú eres la única corona de mi vejez para desechar esos pensamientos que son una reconvención continua para mí.
-¡Oh, padre mío! -respondió la joven echándole los brazos al cuello-, no se hable más de mis locos desvaríos, que no siempre están en mi mano. ¿No queréis que demos un paseo por el lago?
-Óyeme todavía un poco más -respondió el anciano-, y dime todas tus dudas y recelos. ¿Qué te suspende y embebece tan dolorosamente, cuando las cartas que recibimos del abad de Carracedo nos aseguran de la justificación del tribunal de Salamanca? ¿Cómo dudas de que suelten a don Álvaro de sus votos, cuando los más sabios los dan por de ningún valor ni obligación?
-Dudo de mi dicha por ser mía -contestó doña Beatriz-, y porque es don Álvaro demasiado poderoso y de altas prendas para no infundir recelo a sus enemigos.
¿No sabéis también cuánto se afana el infante don Juan porque los templarios sufran aquí la misma suerte que en Francia? Harto justos son mis temores. Este pleito ruidoso me trae sin mí, y aun las escasas horas de sueño que disfruto me las puebla de imágenes funestas. El otro día soñé que don Álvaro estaba en medio de una plaza, atado a un palo y cercado de leña, y el pueblo que le miraba, en vez de darse a su ordinaria grita, lo contemplaba mudo de asombro. Tenía vestido el hábito blanco de su orden, y en su semblante había una expresión que no era de este mundo. De repente la leña se encendió y el inmenso concurso soltó un grito, pero yo le veía por entre las llamas, y estaba con su ropa cada vez más blanca y su semblante cada vez más hermoso. Por fin, empezaron a tiznarse sus vestidos y a alterarse sus facciones con el dolor, y clavando en mí los ojos me dijo con una voz muy alta y dolorosa: ¡Ay, Beatriz, estas habían de ser las luminarias de nuestras bodas! Yo entonces, que había estado como de piedra, me encontré ágil y de repente corrí a él para desatarle, pasando por en medio de las llamas, pero apenas lo hube logrado cuando los dos caímos en la hoguera. Entonces me desperté temblando como una hoja, bañada en sudor frío y con un aliento tan ahogado que pensé que iba a morir. Por eso me notáis algo más de tristeza y abatimiento hoy que otras veces, pero la suerte me hallará para todo prevenida.
Don Alonso conoció que todas sus razones servirían de poco en aquella ocasión; así pues, al cabo de un rato de silencio, dijo presentando la mano a su hija:
-La tarde está muy hermosa y bien decías antes que era preciso aprovecharla.
La joven se levantó prontamente y, apoyándose en el brazo de su padre, bajó con él hasta el embarcadero donde les aguardaba una ligera falúa con jarcias y banderolas de seda con las armas del Temple. Entraron en ella y tres mozos del país, empuñando los remos, comenzaron a bogar reciamente, mientras la airosa embarcación se deslizaba rápida y majestuosamente dejando tras sí un largo rastro, en el cual los rayos del sol parecían quebrarse en mil menudas chispas y centelleos.
Martina se había quedado en la quinta, y meneando la cabeza, y con ojos no muy alegres, seguía la falúa en que su señora, cubierta con una especie de almalafa blanca muy sutil, que se mecía al son del viento, y con los cabellos sueltos parecía una nereida del lago. La pobre muchacha, que con tanto amor y discreción la había servido y acompañado, no acertaba a verse libre de zozobra y ansiedad, pues, como la más cercana a doña Beatriz, mejor que nadie conocía su estado. En realidad, antes se había mejorado que decaído su salud, pero bien sabía las mortales congojas que le costaba la incertidumbre en que vivía por la suerte de don Álvaro, y que los vislumbres todos de su esperanza de ella pendían principalmente. Por otra parte, como la tristeza es harto más contagiosa que la alegría, la buena de Martina había perdido no poco de su belleza y donaire, y hasta el brillo de sus ojos azules se había amortiguado algo.
Sucedió, pues, que cuando más embelesada estaba en sus ideas, unos pasos muy pesados que sintió detrás le hicieron volver la cabeza, y se encontró nada menos que con vuestro antiguo conocido Mendo, el caballerizo que venía muy apurado y con la misma cara que en otro tiempo le vieron poner nuestros lectores cuando fue a noticiar a su ama en el soto de Arganza la llegada del templario y de su compañero. Martina, que desde aquella ocasión le había mirado con algo de ojeriza y mala voluntad, le recibió con impaciencia y ceño.
-Martina, Martina -le dijo con gran prisa-, algo debe de haber de nuevo, porque desde la torre he visto asomar gente por lo alto de la cuesta de Río Ferreiros.
-Vamos allá -respondió ella con despego-; siempre será una embajada como la de antaño. ¿Qué tenemos con la gente que venga? ¿No vienen todos los días de mercado aldeanos de Ponferrada?
-¡Qué aldeanos ni qué ocho cuartos, mujer! -respondió él con su acostumbrada pachorra-, ¡si he visto yo los pendoncillos de las lanzas y el sol que les daba en los cascos y no se podía sufrir! Dígote que son hombres de armas, y que algo de nuevo traen.
-Pues harto mejor harías en haber ido a esperarlos, y volver corriendo con la noticia -replicó Martina, que no gustando de la compañía, se hubiera deshecho de ella con gran satisfacción.
-De buena gana me hubiera ido -dijo él-, pero el vejete de Nuño se empeñó hoy en salir en el Gitano, que es el caballo que a mí me gusta, y me quedé. Vedlo, allí va -añadió señalando el lugar de la orilla por donde el cazador iba con su caballo-, ¡y qué aires tan altos y sostenidos!, y qué maestría en el portante. ¡Calla!, ¿pues qué le ha dado al viejo que así lo pone al galope sin necesidad, como si fuera su jaca gallega?...
Quedóse entonces el palafrenero con la boca abierta y siguiendo con los ojos la carrera de su palafrén predilecto hasta que, soltando un grito, exclamó con una impetuosidad que le era totalmente extraña:
-¡Ahora sí!, ahora sí que son ellos; míralos allá, Martina... Allá abajo, las encinas, a la entrada del pueblo..., ¿no los ves?
-Sí, sí, ya los veo -respondió la muchacha, que era toda ojos en aquel momento-. Pero ¿qué traerán?
-¿Qué sé yo? -respondió Mendo-. ¡Toma! ¡Toma!, pues si casi todo el pueblo de Carucedo está allí. Oye, oye, cómo gritan y cómo brincan los rapaces y aun los mozos... Pues señor, algo alegre tiene que ser por fuerza.
-Pero válgame Dios, ¿y qué podrá ser? -volvió a preguntar la muchacha, poseída de curiosidad.
-Ahora llega Nuño y habla con ellos. ¡Por Santiago, que el viejo se ha vuelto loco!, ¿no has visto cómo ha tirado el gorro al alto?..., ahora todos hacen señas a la falúa de los amos..., allá va..., ¡cuerpo de Cristo, y qué gallardamente reman!..., pues no tienen poca prisa los que aguardan..., ¿has visto tal grita y tal manotear?
La embarcación iba acercándose, en efecto, rápidamente a las señas y voces de aquel animadísimo grupo de gentes de todas edades y sexos, sobre los cuales se veían descollar algunos hombres de armas a caballo; sin embargo, la velocidad de la falúa no correspondía a la impaciencia de Nuño que, picando de ambos lados su generoso corcel, se metió al galope por el lago adelante levantando una gran columna de agua con la que debía de mojarse hasta los huesos, y excitando la furia de Mendo que echando un voto y amenazando con el puño cerrado, dijo con una gran voz:
-¡Ah, bárbaro silvestre y bellacón!, ¿así tratas tú a la alhaja mejor de la caballeriza? ¡Por quien soy, que no tienes tú la culpa, sino quien pone burros a guardar portillos! ¡Para mi alma, que si otra vez te vuelves a ver encima de él, que me vuelva yo moro!
-Mal año para ti y para todos tus rocines exclamó enojada Martina-, calla, a ver si podemos oír algo, y déjame ver, de todas maneras, lo que pasa.
El generoso corcel, obediente y voluntario como suelen ser todos los de buena raza, llegó nadando gallardamente con su jinete hasta el borde de la falúa, y allí Nuño, gesticulando con vehemencia, dio su mensaje, que tanta prisa le corría. Doña Beatriz, que se había puesto en pie para escucharle y cuya forma esbelta y agraciada con su vestido blanco se dibujaba como la de un cisne sobre la superficie azulada del lago, levantó los brazos al cielo y enseguida se hincó de rodillas con las manos juntas como si diese gracias al Todopoderoso. Su padre fuera de sí de alborozo corrió a abrazarla estrechamente; enseguida, metiendo la mano en una especie de bolsa que traía pendiente de la cinta, sacó una cosa que entregó a Nuño, y éste, volviendo a la orilla con gran prisa, comenzó a distribuir entre los aldeanos el bolsillo de su señor que, como presumirán nuestros lectores, era lo que acababa de recibir. Con esto crecieron las aclamaciones y vítores mientras la falúa ligeramente se dirigía a las encinas, donde el señor de Arganza, saltando en tierra y abrazando a uno de los recién venidos, le hizo embarcar con él y su hija que también se adelantó a darle la mano. Los demás, precedidos de Nuño, se dirigieron al galope a la quinta, seguidos durante un rato de toda la chiquillería de Carucedo que gritaban a más y mejor.
Martina, que con los ojos arrasados en lágrimas había visto aquella escena, cuyo sentido no tardó mucho en comprender, exclamó entonces:
-Gracias mil sean dadas a Dios, porque los templarios han sido absueltos, y ya nada tenemos que temer por el generoso don Álvaro. Pero, ¿qué haces ahí, posma? -le gritó a Mendo que se había quedado como lelo-, ¿no ves que ya están llegando? Anda a habilitar las caballerizas.
No le pesaba al rollizo palafrenero de la absolución de don Álvaro, porque, desvanecidos como el humo sus proyectos de servir a un conde con la muerte del de Lemus, creía que ninguno podía haber más honrado para reemplazarle que el señor de Bembibre, pero no estaba en esto la dificultad, sino en que, como amo y criado, venían a ser a sus ojos una misma persona, y él no había cedido en sus amorosos propósitos respecto a Martina, veía dar en el suelo toda la fábrica de sus pensamientos con semejante desenlace. Así fue que, aguijoneado tan vivamente por la muchacha, bajó la escalera diciendo entre dientes:
-Pues, señor, con que el zascandil de Millán vuelva y con que el Gitano coja un muermo con la mojadura que no se lo quite en medio año de encima, medrados habemos quedado.
Martina, por su parte, bajó también aceleradamente al embarcadero, donde a poco saltó en tierra su señora en compañía de su padre y de aquel portador de buenas nuevas, que no era otro sino nuestro buen amigo Cosme Andrade.