de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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                          Capítulo XVI

                          Doña Beatriz, como dejamos dicho, volvió a la casa paterna en medio del regocijo de los suyos que tantas razones tenían para estimarla. Su padre como deseoso de borrar las pasadas violencias, o bien convencido de que poco valían para sojuzgar un ánimo tan esforzado, la trataba con la antigua bondad, sin mentarle siquiera sus proyectos favoritos. El conde de Lemus, que frecuentemente era huésped de la casa, penetrado sin duda de los mismos sentimientos o, por mejor decir, convencido de que otro era el camino que llevaba al logro de sus afanes, escaseaba sus visitas a doña Beatriz y había trocado sus importunidades en un respeto profundo y en una deferencia siempre cortés y delicada. La urbanidad de sus modales y la profunda simulación de su carácter, acostumbrado a los más tortuosos caminos, le ayudaron eficazmente en la difícil tarea de cambiar la opinión que acerca de su persona y sentimientos había formado doña Blanca. Doña Beatriz, sin embargo, nunca podía acallar la voz que repetía en su memoria las frías y altaneras palabras de aquel hombre en el locutorio de Villabuena. Harto bien lo conocía él, y por eso todos sus conatos se dirigían a lavar esta mancha que sin duda le afeaba a los ojos de la joven. Y por último, fuerza es confesarlo, a pesar de la dureza y frialdad de aquel alma, el candor y la belleza de doña Beatriz habían llegado a penetrar en ella por intervalos y con un vislumbre nuevo desconocido, que a veces suavizaba su natural aspereza.

                          Como suele acontecer a personas arrastradas por una pasión, la señora de Arganza se había sostenido con particular entereza, a pesar de sus achaques, mientras duró la enfermedad y convalecencia de su hija. El dolor y la alegría sucesivamente le habían dado fuerzas, y sólo cuando ambos extremos fueron cediendo, la naturaleza recobró su curso con todo el ímpetu consiguiente a tan larga compresión. Así pues, cuando doña Beatriz volvió no ya a su natural robustez, porque esto no llegó a suceder, sino en sí; su madre comenzó a flaquear y al poco tiempo se postró enteramente al rigor de sus dolencias. De esta suerte, el vivo rayo de contento que había iluminado aquella noble familia, tardó poco en oscurecerse del todo, y de nuevo comenzaron las torturas y congojas de la incertidumbre.

                          Tenían los males de doña Blanca intervalos frecuentes y lúcidos en que su razón se despejaba; pero entonces una melancolía profunda se derramaba en todos sus discursos y pensamientos. Su alma, apasionada y tierna, pero humilde y apacible, no había conocido más camino que la resignación, ni más norte que la obediencia. Habíase inclinado vivamente a don Álvaro mientras su voluntad había caminado de acuerdo con la de su noble esposo, y aún le conservaba una afición involuntaria a pesar de las desavenencias ocurridas; pero últimamente la fuerza que toda su vida había preponderado en su espíritu acabó de ladearla hacia la voluntad manifiesta de su esposo. En un carácter tímido y sosegado como el suyo, la idea de nuevas discordias entre el padre y la hija era una especie de pesadilla que continuamente la estaba oprimiendo. También en su juventud habían violentado su inclinación, y al cabo los cuidados domésticos, la conformidad religiosa y el amor de sus hijos le habían proporcionado momentos de reposo y aun de felicidad. ¿Quién puede adivinar lo que pasa en el corazón, ni quien sería bastante audaz para asegurar que apagadas las terribles llamaradas de juventud, su hija no acabase por agradecer la solicitud de su padre, consolándose como ella se había consolado y regocijándose, por último, de dejar a sus descendientes un nombre ilustre y las riquezas que siempre lo realzan? El mal concepto que en un principio había formado del conde se había ido desvaneciendo, gracias a la perseverancia, artificio y destreza de su conducta, y la buena señora juzgaba que lo mismo debería acontecer a su hija.

                          Por desgracia, todos estos argumentos que tanto peso tenían en una índole como la suya nada tenían que ver con la elevación de sentimientos y energía de resolución que distinguía a su hija. Doña Beatriz jamás se hubiera contentado con obedecer a su esposo, porque necesitaba respetarle y estimarle y, por otra parte, su condición era de aquellas que nunca aciertan a transigir con la injusticia y luchan sin tregua hasta el último momento. Los bienes de la tierra, los incentivos de la vanidad nunca habían fascinado sus ojos; pero estas disposiciones se habían fortificado en la soledad del claustro y en medio de su atmósfera religiosa, donde todos los impulsos de aquel alma generosa habían recibido un muy subido y frío temple. No parecía sino que en el borde de la eternidad, al cual estuvo asomada, su alma se había iniciado en los misterios de la nada que forma las entrañas de las cosas terrenas, y se había adherido con más ahínco a la pasión que la llenaba, fiel trasunto del amor celeste por su pureza y sinceridad. Sin embargo, la mudanza de ideas y el nuevo giro que al parecer tomaban los pensamientos de aquella madre tan cariñosa y con tanto extremo querida, afectaban su corazón, no atreviéndose a contradecirla en medio de sus padecimientos y no cabiendo en su memoria, por otra parte, más imagen que la del ausente don Álvaro. Este enemigo de nueva especie, con quien tenía que combatir, era ciertamente harto más temible que los atropellos y desafueros anteriormente empleados.

                          Tal era la situación de la familia de Arganza, cuando una tarde de verano estaban sentadas entrambas señoras en la misma sala, y a la misma ventana en que vimos por la primera vez a don Álvaro despedirse de la señora de sus pensamientos, doña Blanca parecía sumida en la dolorosa distracción que experimentaba después de sus accesos, recostada sin fuerzas en un gran sillón de brazos. Su hija acababa de dejar y tenía a un lado el arpa con que había procurado divertir sus pesares, y sus ojos se fijaban en aquel sol que iba a ponerse, que había alumbrado la salida de don Álvaro de aquellos umbrales y que todavía no había traído el día del consuelo. Sus pensamientos, naturalmente, volaban a los tendidos llanos de Castilla en busca de aquel joven digno de más benigno destino, cuando de repente el galope de un caballo que pasaba por debajo de la ventana las sacó de sus meditaciones. Doña Beatriz se asomó rápidamente a la ventana; pero jinete y caballo doblaban la esquina en busca de la puerta principal, y sólo pudo percibir un vislumbre que parecía traerle a la memoria una figura conocida. Al punto las herraduras sonaron en el patio, y las pisadas de un hombre armado se oyeron en la escalera poco distante del aposento. Al poco rato entró Martina precipitada, y con el semblante de un difunto dijo, como sin saber lo que decía:

                          -Señora, es Millán...

                          La misma palidez de la criada se difundió instantáneamente por las facciones de su ama que, sin embargo, respondió:

                          -Ya sé lo que me trae; mi corazón me lo acaba de decir; que entre al instante.

                          La doncella salió y al poco rato entró Millán por la puerta en que doña Beatriz tenía clavados los ojos que parecían saltársele de las órbitas. Doña Blanca, toda alarmada, se levantó, aunque con mucho trabajo y fue a ponerse al lado de su hija, y Martina se quedó a la puerta enjugándose los ojos con una punta de su delantal, mientras Millán se adelantaba con pasos inciertos y turbados hasta ponerse delante de doña Beatriz. Allí quiso hablar, pero se le anudó la voz en la garganta y así alargó sin decir una palabra anillo y trenza. Toda explicación era inútil, porque ambas prendas venían manchadas de sangre. Martina entonces rompió en sollozos, y Millán tardó poco en acompañarla. Doña Beatriz tenía fija la misma mirada desencajada y terrible en el anillo y en la trenza, hasta que, por último, bajando los ojos y exhalando un suspiro histérico, dijo con voz casi tranquila:

                          -Dios me lo dio, Dios me lo quitó, sea por siempre bendito.

                          Doña Blanca entonces se colgó del cuello de su hija y deshecha en lagrimas le decía:

                          -No, hija querida, no manifiestes esa tranquilidad que me asusta más que tu misma muerte. ¡Llora, llora en los brazos de tu madre! ¡Grande es tu pérdida! ¡Mira, yo también lloro, porque yo también le amaba! ¡Ay!, ¡quién no amaba aquel alma divina encerrada en tan hermoso cuerpo!

                          -Sí, sí, tenéis razón exclamó ella apartándola-; pero dejadme. ¿Y cómo murió, Millán? ¿Cómo murió, te digo?

                          -Murió desangrado en su cama, abandonado de todos aun de mí -respondió el escudero con una voz apenas articulada.

                          Entonces fue cuando los miembros de doña Beatriz comenzaron a temblar con una convulsión dolorosa que, por último, la privó del sentido. Largo rato tardó en volver en sí, pero los sacudimientos de su naturaleza, ya quebrantada por la anterior enfermedad, fueron menos violentos. Por fin, cuando volvió en sí, los muchos lamentos que su madre empleaba adrede para excitar sus lágrimas, y sobre todo los consuelos religiosos del abad de Carracedo que acababa de llegar, desataron el manantial de su llanto. Esta crisis, sin embargo, no fue menos violenta que la otra, porque eran tales su congoja y sus sollozos que muchas veces creyeron que se ahogaba. En este fatal estado pasó la noche entera y la mañana siguiente, hasta que por la tarde se levantó, por fin, una voraz calentura. Comoquiera, a los pocos días sintió mejoría y pudo ya levantarse. Su semblante, sin embargo, comenzó a perder su frescura y a notarse en su mirada un no sé qué de encendido e inquieto. Su carácter se hizo asimismo pensativo y recogido más que nunca, su devoción tomó un giro más ardiente y apasionado, sus palabras salían bañadas de un tono particular de unción y melancolía y, aunque las escaseaba en gran manera, eran más dulces, cariñosas y consoladoras que nunca. Jamás se oía en sus labios el nombre de aquel amante adorado ni se quejaba de su desdicha; sólo Martina creía percibirle entre sueños y en el movimiento de sus labios cuando rezaba. Por lo demás, cuidaba y asistía a los enfermos del pueblo con sin igual solicitud y esmero, hacía limosnas continuas y su caridad era verdaderamente inagotable. Finalmente, la aureola que le rodeaba a los ojos de aquellas gentes sencillas pareció santificarse e iluminarse más vivamente, y su hermosura misma, aunque ajada por la mano del dolor, parecía desprenderse de sus atractivos terrenos para adornarse con galas puramente místicas y espirituales.

                          El conde de Lemus, con su natural discreción y tino, se ausentó de Arganza en aquella época a Galicia, donde le llamaban sus cábalas y manejos, y cuando volvió al cabo de algún tiempo, su conducta fue más reservada, circunspecta y decorosa que nunca.

                          Cualquiera puede figurarse la acogida triste y sentida que haría el anciano maestre al escudero de su sobrino, portador de aquella dolorosísima nueva. Acababa de recibir las terribles noticias de Francia tras de las cuales veía venir irremediablemente la ruina de su gloriosa orden, cuando introdujeron a Millán en su aposento. Este golpe acabó con su valor porque, como noble, era amante de la gloria de su linaje extinguido ya a la sazón por la muerte de aquel joven que sus manos y consejos habían formado, hasta convertirle en un dechado de nobleza y en un espejo de caballería. Aquel venerable viejo, encanecido en la guerra, y famoso en la orden por su valor y austeridad, se abandonó a los mismos extremos que pudiera una mujer, y sólo al cabo de un largo rato y como avergonzado de su debilidad recobró su superioridad sobre sí propio.

                          Millán, continuando en su amarga peregrinación, subió por fin al castillo de Cornatel y dio parte al comendador Saldaña de lo ocurrido. El caballero recibió la noticia con valor, pero sintió en su corazón una pena agudísima. Don Álvaro era la única persona que había logrado insinuarse hacía mucho tiempo en aquel corazón de todo punto ocupado por el celo de su orden y los planes de su engrandecimiento. Descansaban, además, en aquel mancebo bizarro y generoso gran número de sus más floridas esperanzas, y tanto en su pecho como en su entendimiento dejaba un grandísimo vacío. Quedáse pensativo por algún tiempo y, por fin, como herido de una idea súbita, dijo a Millán:

                          -¿No has traído el cuerpo de tu señor? -Millán le contó entonces las razones y pretextos de don Juan de Lara, a los cuales no hizo Saldaña sino mover la cabeza, y por último dijo-: aquí hay algún misterio.

                          El escudero, que atentamente le escuchaba le dijo entonces:

                          -Cómo, señor, ¿pensaríais que no fuese cierto?

                          -¡Cómo!, ¡cómo! -repuso el comendador, recobrándose; y luego añadió con tristeza-: Y tan cierto como es, ¡pobre mozo!

                          Millán, que había querido entreveer una esperanza en las palabras del comendador, se convenció entonces de su locura y despidiéndose del caballero se volvió a Bembibre. A los pocos días hizo abrir judicialmente el testamento de su señor en que se encontró heredado en pingues tierras, viñas y prados, y asegurada su fortuna. El resto de sus bienes debía pasar a la orden del Temple, después de infinitas mandas y limosnas.