Capítulo III
Cuando don Álvaro dejó el palacio de Arganza, entre el tumulto de sentimientos que se disputaban su alma, había uno que cuadraba muy bien con su despecho y amargura y que, de consiguiente, a todos se sobreponía. Era éste retar a combate mortal al conde Lemus, y apartar de este modo el obstáculo más poderoso de cuantos mediaban entre él y doña Beatriz a la sazón. Aquel mismo día le había dejado en Cacabelos, con ánimo al parecer de pasar allí la noche, y, de consiguiente, este fue el camino que tomó; pero su escudero que, en lo inflamado de sus ojos, en sus ademanes prontos y violentos y en su habla dura y precipitada, conocía cuál podía ser su determinación después de la anterior entrevista, cuyo sentido no se ocultaba a su penetración, le dijo en voz bastante alta:
-Señor, el conde no está ya en Cacabelos, porque esta tarde, antes de salir yo, llegó un correo del rey y le entregó un pliego que le determinó a emprender con la mayor diligencia la vuelta de Lemus.
Don Álvaro, en medio de la agitación en que se encontraba, no pudo ver sin enojo que el buen Millán se entrometiese de aquella suerte en sus secretos pensamientos; así es que le dijo con rostro torcido:
-¿Quién le mete al señor villano en el ánimo de su señor?
Millán aguantó la descarga, y don Álvaro, como hablando consigo propio, continuó:
-Sí, sí, un correo de la corte... y salir después con tanta priesa para Galicia... Sin duda, camina adelante la trama infernal... Millán -dijo enseguida, con un tono de voz enteramente distinto del primero-, acércate y camina a mi lado. Ya nada tengo que hacer en Cacabelos, y esta noche la pasaremos en el castillo de Ponferrada -dijo torciendo el caballo y mudando de camino-, pero mientras que allí llegamos quiero que me digas qué rumores han corrido por la feria acerca de los caballeros templarios.
-¡Extraños, por vida mía, señor! -le replicó el escudero-, dicen que hacen cosas terribles y ceremonias de gentiles, y que el Papa los ha descomulgado allá en Francia, y que los tienen presos y piensan castigarles-, y en verdad que, si es cierto lo que cuentan, sería muy bien hecho, porque más son proezas de judíos y gentiles que de caballeros cristianos.
-¿Pero qué cosas y qué proezas son esas?
-Dicen que adoran un gato y le rinden culto como a Dios, que reniegan de Cristo, que cometen mil torpezas, y que por pacto que tienen con el diablo hacen oro, con lo cual están muy ricos; pero todo esto lo dicen mirando a los lados y muy callandito, porque todos tienen más miedo al Temple que al enemigo malo.
Tras de esto, el buen escudero comenzó a ensartar todas las groseras calumnias que en aquella época de credulidad y de ignorancia se inventaban para minar el poder del Temple, y que ya habían comenzado a producir en Francia tan tremendos y atroces resultados. Don Álvaro que pensando descubrir algo de nuevo en tan espinoso asunto había escuchado al principio con viva atención, cayó al cabo de poco tiempo en las cavilaciones propias de su situación y dejó charlar a Millán, que no por su agudeza y rico ingenio estaba exento de la común ignorancia y superstición. Sólo si al llegar al puente sobre el Sil, que por las muchas barras de hierro que tenía dio a la villa el nombre de Ponsferrata con que en las antiguas escrituras se la distingue, le advirtió severamente que en adelante no sólo hablase con más comedimiento, sino que pensase mejor de una orden con quien tenía asentadas alianza y amistad y no acogiese las hablillas de un vulgo necio y malicioso. El escudero se apresuró a decir que él contaba lo que había oído, pero que nada de ello creía, en lo cual no daba por cierto un testimonio muy relevante de veracidad; y en esto llegaron a la barbacana del castillo. Tocó allí don Álvaro su cuerno, y después de las formalidades de costumbre, porque en la milicia del Temple se hacía el servicio con la más rigorosa disciplina, se abrió la puerta, cayó enseguida el puente levadizo, y amo y, escudero entraron en la plaza de armas.
Todavía se conserva esta hermosa fortaleza, aunque en el día sólo sea ya el cadáver de su grandeza antigua. Su estructura tiene poco de regular porque a un fuerte antiguo de formas macizas y pesadas se añadió por los templarios un cuerpo de fortificaciones más moderno, en que la solidez y la gallardía corrían parejas, con lo cual quedó privada de armonía, pero su conjunto todavía ofrece una masa atrevida y pintoresca. Está situado sobre un hermoso altozano desde el cual se registra todo el Bierzo bajo, con la infinita variedad de sus accidentes, y, el Sil que corre a sus pies para juntarse con el Boeza un poco más abajo, parece rendirle homenaje.
Ahora ya no queda más del poderío de los templarios, que algunos versículos sagrados inscritos en lápidas, tal cual símbolo de sus ritos y ceremonias y la cruz famosa, terror de los infieles; sembrado todo aquí y acullá en aquellas fortísimas murallas; pero en la época de que hablamos era este castillo una buena muestra del poder de sus poseedores. Don Álvaro dejó su caballo en manos de unos esclavos africanos y, acompañado de dos aspirantes, subió a la sala maestral, habitación magnífica con el techo y paredes escaqueados de encarnado y oro, con ventanas arabescas, entapizada de alfombras orientales y toda ella como pieza de aparato, adornada con todo el esplendor correspondiente al jefe temporal y espiritual de una orden tan famosa y opulenta. Los aspirantes dejaron al caballero a la puerta, después del acostumbrado benedicite, y uno que hacía la guardia en la antecámara le introdujo al aposento de su tío. Era este un anciano venerable, alto y flaco de cuerpo, con barba y cabellos blancos, y una expresión ascética y recogida, si bien templada por una benignidad grandísima. Comenzaba a encorvarse bajo el peso de los años, pero bien se echaba de ver que el vigor no había abandonado aún aquellos miembros acostumbrados a las fatigas de la guerra y endurecidos en los ayunos y vigilias. Vestía el hábito blanco de la orden y exteriormente apenas se distinguía de un simple caballero. El golpe que parecía amagar al Temple, y por otra parte los disgustos que, según de algún tiempo atrás iba viendo claramente, debían abrumar a aquel sobrino querido, último retoño de su linaje, esparcían en su frente una nube de tristeza y daban a su fisonomía un aspecto todavía más grave.
El maestre que había salido al encuentro de don Álvaro, después de haberle abrazado con un poco más de emoción de la acostumbrada, le llevó a una especie de celda en que de ordinario estaba y cuyos muebles y atavíos revelaban aquella primitiva severidad y pobreza en cuyos brazos habían dejado a la orden Hugo de Paganis y sus compañeros y de que eran elocuente emblema los dos caballeros montados en un mismo caballo. Don Rodrigo, así por el puesto que ocupaba como por la austeridad peculiar a un carácter, quería dar este ejemplo de humildad y modestia. Sentáronse entrambos, en taburetes de madera, a una tosca mesa de nogal, sobre la cual ardía una lámpara enorme de cobre, y don Álvaro hizo al anciano una prolija relación de todo lo acaecido, que éste escuchó con la mayor atención.
-En todo eso -respondió por último- estoy viendo la mano del que degolló al niño Guzmán delante de los adarves de Tarifa, y, a la vista de su padre. El conde de Lemus está ligado con él y, otros señores que sueñan con la ruina del Temple para adornarse con sus despojos, y temiendo que tu enlace con una señora tan poderosa en tierras y vasallos aumentaría nuestras fuerzas harto temibles ya para ellos en este país, han adulado la ambición de don Alonso, y puesto en ejecución todas sus malas artes para separarnos. ¡Pobre doña Beatriz! -añadió con melancolía-, ¿quién le dijera a su piadosa madre cuando con tanto afán y, solicitud la criaba, que su hija había de ser el premio de una cábala tan ruin?
-Pero señor -repuso don Álvaro-, ¿creéis que el señor de Arganza se hará sordo a la voz del honor y de la naturaleza?
-A todo, hijo mío -contestó el templario-. La vanidad y la ambición secan las fuentes del alma, y con ellas se aparta el hombre de Dios, de quien viene la virtud y la verdadera nobleza.
-¿Pero no hay entre vos y él algún pacto formal?
-Ninguno. Menguado fue tu sino desde la cuna, don Álvaro, pues de otra suerte no sucedería que doña Blanca, que en tan alta estima te tiene, fuese causa ahora de tu pesar. Ella se opuso al principio a vuestra unión porque quiso que su hija te conociese antes de darte su mano, y don Alonso, doblegando por la primera vez su carácter altanero, cedió a las solicitudes de su esposa. Así pues, aunque su conciencia le condene, a nada podemos obligarle por nuestra parte.
-Conque, es decir -exclamó don Álvaro-, que no me queda más camino que el que la desesperación me señale.
-Te queda la confianza en Dios y en tu propio honor, de que a nadie le es dado despojarte -respondió el maestre con voz grave entre severa y cariñosa-. Además -continuó con más sosiego-, todavía hay medios humanos que tal vez sean poderosos a desviar a don Alonso de la senda de perdición por donde quiere llevar a su hija. Yo no le hablaré sino como postrer recurso, porque, a pesar de mi prudencia, tal vez se enconaría el odio de que nuestra noble orden va siendo objeto, pero mañana irás a Carracedo, y entregarás una carta al abad de mi parte. Su carácter espiritual podrá darle alguna influencia sobre el orgulloso señor de Arganza, y espero que, si se lo pido, no se lo negará a un hermano suyo. Su orden y la mía nacieron en el seno de San Bernardo, y de la santidad de su corazón recibieron sus primeros preceptos. Dichosos tiempos en que seguíamos la bandera del capitán invisible en demanda de un reino que no era de este mundo.
Don Álvaro, al oírle, se abochornó un poco, viendo que en el egoísmo de su dolor se había olvidado de los pesares y zozobras que como una corona de espinas rodeaban aquella cana y respetable cabeza. Comenzó entonces a hablarle de los rumores que circulaban, y, el anciano, apoyándose en su hombro, bajó la escalera y le llevó al extremo de la gran plaza de armas cuyos muros dan al río.
La noche estaba sosegada y la luna brillaba en mitad de los cielos azules y transparentes. Las armas de los centinelas vislumbraban a sus rayos despidiendo vivos reflejos al moverse, y el río, semejante a una franja de plata, corría al pie de la colina con un rumor apagado y sordo. Los bosques y montañas estaban revestidos de aquellas formas vagas y suaves con que suele envolver la luna semejantes objetos, y todo concurría a desenvolver aquel germen de melancolía que las almas generosas encuentran siempre en el fondo de sus sentimientos. El maestre se sentó en un asiento de piedra que había a cada lado de las almenas y su sobrino ocupó el de enfrente.
-Tú creerás tal vez, hijo mío -le dijo-, que el poder de los templarios, que en Castilla poseen más de veinticuatro encomiendas, sin contar otros muchos fuertes de menos importancia; en Aragón ciudades enteras, y en toda la Europa más de nueve mil casas y castillos, es incontrastable, y que harto tiene la orden en que fundar el orgullo y altanería con que generalmente se le da en rostro.
-Así lo creo -respondió su sobrino.
-Así lo creen los más de los nuestros -contestó el maestre, y por eso el orgullo se ha apoderado de nosotros, el orgullo que perdió al primer hombre y perderá a tantos de sus hijos. En Palestina hemos respondido con el desdén y la soberbia a las quejas y envidia de los demás, y el resultado ha sido perder la Palestina, nuestra patria, nuestra única y verdadera patria. ¡Oh Jerusalén, Jerusalén!, ciudad de perfecto decoro, ¡alegría de toda la tierra! -exclamó con voz solemne, ¡en ti se quedó la fuerza de nuestros brazos, y al dejar a San Juan de Acre, exhalamos el último suspiro! Desde entonces, peregrinos en Europa, rodeados de rivales poderosos que codician nuestros bienes, corrompidas nuestras humildes y modestas costumbres primitivas, el mundo todo se va concitando en daño nuestro, y hasta la tiara que siempre nos ha servido de escudo parece inclinarse del lado de nuestros enemigos. Nuestros hermanos gimen ya en Francia en los calabozos de Felipe, y Dios sabe el fin que les espera, pero ¡que se guarden! -exclamó con voz de trueno-, allí nos han sorprendido, pero aquí y en otras partes aprestados nos encontrarán a la pelea. El Papa podrá disolver nuestra hermandad y esparcirnos por la haz de la tierra, como el pueblo de Israel; pero para condenarnos nos tendrá que oír, y el Temple no irá al suplicio bajo la vara de ninguna potestad temporal como un rebaño de carneros.
Los ojos del maestre parecían lanzar relámpagos, y su fisonomía estaba animada de un fuego y, energía que nadie hubiera creído compatible con sus cansados años.
El Temple tenía un imán irresistible para todas las imaginaciones ardientes por su misteriosa organización, y por el espíritu vigoroso y compacto que vigorizaba a un tiempo el cuerpo y los miembros de por sí. Tras de aquella hermandad, tan poderosa y unida, difícil era, y sobre todo a la inexperiencia de la juventud, divisar más que robustez y fortaleza indestructible, porque en semejante edad nada se cree negado al valor y a la energía de la voluntad; así es que don Álvaro no pudo menos de replicar.
-Tío y señor, ¿ese creéis que sea el premio reservado por el Altísimo a la batalla de dos siglos que habéis sostenido por el honor de su nombre? ¿Tan apartado le imagináis de vuestra casa?
-Nosotros somos -contestó el anciano- los que nos hemos desviado de él, y por eso nos vamos convirtiendo en la piedra de escándalo y de reprobación. ¡Y yo -continuó con la mayor amargura- moriré lejos de los míos, sin ampararlos con el escudo de mi autoridad, y la corona de mis cansados días será la soledad y el destierro! Hágase la voluntad de Dios, pero cualquiera que sea el destino reservado a los templarios, morirán como han vivido, fieles al valor y ajenos a toda indigna flaqueza.
A esta sazón la campana del castillo anunció la hora del recogimiento, con lúgubres y melancólicos tañidos que, derramándose por aquellas soledades y quebrándose entre los peñascos del río, morían a lo lejos mezclados a su murmullo con un rumor prolongado y extraño.
-La hora de la última oración y del silencio -dijo el maestre, vete a recoger, hijo mío, y prepárate para el viaje de mañana. Acaso te he dejado ver demasiado las flaquezas que abriga este anciano corazón, pero el Señor también estuvo triste hasta la muerte y dijo: «Padre, si puede ser, pase de mí este cáliz.» Por lo demás, no en vano soy el maestre y padre del Temple en Castilla, y en la hora de la prueba, nada en el mundo debilitará mi ánimo.
Don Álvaro acompañó a su tío hasta su aposento, y después de haberle besado la mano se encaminó al suyo, donde al cabo de mucho desasosiego se rindió al sueño postrado con las extrañas escenas y sensaciones de aquel día.