de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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                          s2t2 31 C XXXI - Las muchas seguridades

                          Capítulo XXXI

                          Las muchas seguridades que doña Beatriz recibió del abad y de su buen padre, acerca de la suerte que aguardaba a los templarios españoles, no fueron poderosas a calmar los recelos y zozobras que se agolpaban en su ánimo; ¡tan hondas raíces había echado en su corazón el pesar y tan negra tinta derramaba su imaginación aun sobre los objetos más risueños! Si había de juzgar de las disposiciones de los obispos por las que durante mucho tiempo había abrigado el prelado de Carracedo no tenía, a la verdad, gran motivo para tranquilizarse, y por otra parte, el embravecimiento de la opinión contra los templarios había llegado a tal punto que todo podía temerse con razón. Añádase a esto que su enfermedad teñía habitualmente de un color opaco aun los más brillantes objetos, y fácil será de presumir los muchos y turbios celajes que empañaban aquel rápido vislumbre de felicidad que el abad le había mostrado. No desconocía, por otra parte, que don Álvaro era un objeto de enemistad especial para el infante don Juan, desde los sucesos de Tordehumos, y su discreción natural le daba a entender que en medio de la inquietud que inspiraban los templarios, aun después de su caída, no dejaría de haber dificultades para restituir su libertad, su poder y sus bienes a quien tan decidido apoyo les había prestado hasta el punto de aceptar sus votos y compromisos.

                          Contra tan sólidas razones poco valían todos los argumentos de su padre y de su tía, de manera que la misma esperanza venía a ser para ella una luz sin cesar combatida por el viento, y que esparcía alrededor sombras y dudas antes que seguridad y resplandores. El incesante anhelar y zozobra que tan poderosamente habían contribuido a la ruina de su salud continuaron, por lo tanto, minándola a gran prisa, y como en la postración de su cuerpo toda clase de emociones venían a ser por igual dañosas, cada día sus fuerzas se disminuían y se aumentaba el cuidado de los que andaban a su alrededor. Don Alonso, que achacaba a sus pesares y desvelos los estragos que se veían en su rostro, comenzó a inquietarse seriamente cuando llegó a advertir que aquella dolencia, derivada sin duda del alma en un principio, existía ya de por sí y como cosa aparte. Al cariño de padre, al aguijón del remordimiento vinieron a mezclarse entonces los temores del caballero que temblaba por la suerte y el porvenir de su linaje depositados en tan frágil vaso, cabalmente cuando el destino parecía que iba a convertir en bronce su vidrio delicado.

                          Posesionado ya de los castillos del Bierzo y sosegados todos los rumores de guerra, pensó en sacar a doña Beatriz del monasterio y en restituirse con ella a su casa de Arganza. Poco se alegró la joven con la resolución de su padre, porque mientras su suerte se fallaba, ningún lugar había más acomodado a la solemnidad religiosa de sus pensamientos y a la tranquilidad que tanto había menester su espíritu que el retiro de Villabuena. Los recuerdos de la infancia y adolescencia tan dulces de suyo al corazón, más de una vez se acibaran con las imágenes que los acompañan, y entonces su consuelo y blandura son más que dudosos. Así doña Beatriz, que en los muros de la casa paterna había visto en brevísimo espacio de tiempo nacer y agostarse la flor de su ventura, desaparecer su madre, perderse su libertad y aparecer impensadamente un sol que juzgaba para siempre puesto, sólo para cegar sus ojos y dejar un rastro de desolada luz en su memoria, temblaba volver a aquel recinto cuando tan enigmático se presentaba todavía lo futuro. Sin embargo, el atractivo que para su alma pura y piadosa tenían las cenizas de su madre, el deseo de acompañar a su padre anciano y la seguridad de que los objetos exteriores sólo podían atenuar muy levemente las ideas que como con un buril de fuego estaban impresas en su alma, le decidieron a abandonar por segunda vez aquella casa, de donde había salido antes para tantos pesares y sinsabores, y de la cual entonces se apartaba sin más patrimonio que una lejana y débil esperanza, igualmente privada de salud y de alegría. Despidióse, pues, de su tía y de las buenas religiosas, sus amigas y compañeras, sin extremos ni sollozos, pero profundamente conmovida y echando miradas tan vagarosas a aquellos sitios como si hubiesen de ser las postreras. Aunque sus males y tristezas eran como una sombra para aquellas santas mujeres, su dulzura, su discreción, su bondad y hasta el particular atractivo de su figura, las aficionaban extraordinariamente a su trato y compañía; así fue que, por su parte, hicieron gran llanto en su partida.

                          Por fin, salió acompañada de su Martina y de sus antiguos criados. ¿Dónde estaban los días en que sobre un ágil y revuelto palafrén corría los bosques de Arganza y Hervededo con un azor en el puño, acechando las garzas del aire, como una ninfa cazadora? Ahora ni aun el sosegado y cómodo paso de su hacanea podía sufrir, y más de una vez hubo de pararse la cabalgada en el camino para reclinarla al pie de un árbol solitario donde cobrase aliento. La agitación de la despedida la había debilitado en gran manera, así es que llegó a Arganza más desencajada que de ordinario y llena de fatiga. Las imágenes que aquellos sitios le presentaron, animadas con todo el ardor de la calentura, produjeron gran trastorno en su ánimo y aguaron el contento de aquellos pacíficos aldeanos, para quienes su venida era como la visita de los ángeles para los patriarcas.

                          A la mañana siguiente quiso bajar a la capilla donde estaba enterrada doña Blanca, y por la tarde, apoyada en Martina y en su padre que apenas se atrevía a contrariarla, se encaminó lentamente al nogal de la orilla del arroyo debajo de cuyas ramas se despidió don Álvaro para siempre. Si sus lágrimas hubieran corrido en abundancia, sin duda se hubiera descargado de un gran peso, pero el deseo de esconderlas de su padre las cuajó en sus ojos, y el esfuerzo que hubo de hacer se convirtió, como era natural, en daño suyo. Aquella noche la lenta calentura que la consumía se avivó en tales términos que entró en un delirio terrible en que sin cesar hablaba del conde, de su madre y de don Álvaro, quejándose dolorosamente de cuando en cuando. El señor de Arganza, desolado y fuera de sí, mandó inmediatamente por el anciano monje de Carracedo, que ya la había asistido en Villabuena cuando su anterior enfermedad. El buen religioso vino al amanecer con toda diligencia y encontró ya a doña Beatriz casi de todo punto sosegada, porque en aquella complexión ya destruida no tenían gran duración los accesos del mal. Informóse, sin embargo, de todo lo sucedido, y como don Alonso descorriese a sus ojos hasta el último velo, le dijo:

                          -Noble don Alonso, fuerza será que vuestra hija no vea durante algún tiempo estos sitios que tan dolorosas memorias renuevan en ella. Trasladadla sin perder tiempo a la quinta que poseían los templarios sobre el lago Carucedo, porque allí es el aire más templado y el país más plácido y halagüeño. Pronto vendrá la primavera con sus flores y entonces se decidirá la suerte de doña Beatriz, que de continuar aquí, no puede menos de ser desastrada.

                          -Pero decidme -le preguntó con ansiedad el señor de Arganza-, ¿y vos me respondéis de su vida?

                          -Su vida -le contestó el religioso- está en las manos de Dios, que nos manda confiar y esperar en Él. Sin embargo, vuestra hija es joven todavía y por profunda raíz que haya echado el mal en ella, bien puede suceder que un suceso feliz y precursor de una época nueva la curase harto mejor que todos los humanos remedios. No nos descuidemos, de nuevo os lo encargo: aprovechad el respiro que va a darnos un calmante que tomará hoy y lleváosla al punto.

                          En efecto, el calmante proporcionó tan grande alivio a la enferma que don Alonso, devorado de recelos y de inquietudes, después de acelerar todos los preparativos de viaje, partió a los dos días con su hija. Algo mejor preparada ésta y atenta más que a su quietud y bienestar propio al sosiego de su padre, emprendió sin repugnancia su nueva peregrinación, despidiéndose de aquellos sitios, teatro de sus juegos infantiles, con un mal disimulado acento, en que no podía traslucirse la esperanza de volverlos a ver. Tal vez nadie mejor que ella podía juzgar su estado, pues sólo a sus ojos era dado ver los estragos de su alma; pero ¿quién podía adivinar lo que el porvenir guardaba en los pliegues oscuros de su manto?, y por otra parte, la imagen de don Álvaro, libre de sus votos, más rendido, más noble y más hermoso que nunca, era como un ave de buen agüero, cuyos cantos se quedan halagando el oído por rápido que sea su vuelo.

                          La comitiva cruzó el Sil por la misma barca de Villadepalos que en otros tiempo más felices debió conducirla en brazos de su amante a un puerto de seguridad y de ventura. Fatalidad y no pequeña era encontrar por todas partes memorias tan aciagas, pero aquel reducido país había servido de campo a tantos sucesos que más o menos de cerca le tocaban, que bien podía decirse que sus pensamientos y recuerdos lo poblaban y de donde quiera salían al encuentro de sus miradas.

                          Pasado el río hay una cuesta muy empinada, desde la cual, a un tiempo, se divisan entrambas orillas del Sil, todo el llano que forma su cuenca, el convento de Carracedo con su gran mole blanca en medio de una fresquísima alfombra de prados, y los diversos términos y accidentes de las cordilleras que por dondequiera cierran y amojonan aquel país.

                          Comenzaba a desprenderse la vegetación de los grillos del invierno; el Sil un poco crecido, pero cristalino y claro, corría majestuosamente entre los sotos todavía desnudos que adornaban sus márgenes; el cielo estaba surcado de nubes blanquecinas en forma de bandas, por entre las cuales se descubría un azul purísimo, y una porción de mirlos y jilgueros revoloteando por entre los arbustos y matas anunciaban con sus trinos y piadas la venida del buen tiempo.

                          Del otro lado descollaban las sierras de la Aguiana con sus crestas coronadas de nubes a la sazón y los agudos y encendidos picachos de las Médulas remataban su cadena con una gradación muy vistosa. Casi al pie se extendía el lago de Carucedo, rodeado de pueblos, cuyos tejados de pizarras azules vislumbraban al sol siempre que se descubría, y terminado por dos montes, de los cuales el que mira a mediodía estaba cubierto de árboles, mientras el que da al norte formaba extraño contraste por su desnudez y peladas rocas. Doña Beatriz se sentó a descansar un rato en el alto de la cuesta, y desde allí tendía la vista por entrambas perspectivas, levantando de vez en cuando sus ojos al cielo, como si le rogase que los recuerdos de amargura y las pruebas de su juventud quedasen a su espalda como la tierra de Egipto detrás de su pueblo escogido, y a orillas de aquel lago apacible y sereno comenzase una nueva era de salud, de esperanza y de alegría que apenas se atrevía a fingir en su imaginación. Después de descansar un rato, subió la comitiva en sus caballos y se encaminó silenciosamente a la hermosa quinta en que doña Beatriz debía aguardar el fallo de su vida y de su suerte.

                          Era éste un edificio con algunas fortificaciones a la usanza de la época, pero sobrado primoroso para fortaleza, porque todos los frágiles adornos y labores del gusto árabe se juntaban en sus afiligranadas puertas y ventanas y en los capiteles que coronaban sus almenas. Habíanla labrado los templarios en tiempos de su mayor esplendor, y para su asiento escogieron una colina poco elevada y de suavísimo declive que está debajo del pueblo del Lago y domina la líquida llanura en cuyos cristales moja sus pies. Forma el lago junto a ella un lindo seno, y allí se abrigaban algunos esquifes ligeros en que los caballeros acostumbraban a solazarse con la pesca de las anguilas, de que hay gran abundancia, y cazando con ballesta algunas de las infinitas aves acuáticas que surcan la resplandeciente superficie. Como las áridas cuestas del monte del norte, que los naturales apellidan de los Caballos, hacían espaldas a la quinta, resultaba que de aquel paisaje agraciado y lleno de suavidad únicamente se ocultaban los términos áridos y yermos. Lo restante era, y es todavía, un panorama de variedad y amenidad grandísima que, repelido por el espejo del lago, figura a veces, cuando lo agita blandamente la brisa, un mar confuso de rocas, árboles, viñedos y colinas sin cesar divididos y juntados por una mano invisible. Tiene el lago más de una ensenada, y la que se prolonga entre oriente y norte, perdida entre las sinuosidades de un valle, parece dilatar su extensión, y los juncos y espadañas que la pueblan sirven de abrigo a infinitas gallinetas de agua y lavancos de cuello tornasolado. No lejos de esta ensenada está el pueblo de Carucedo, sentado en una fresca encañada y a su extremo una porción de encinas viejísimas y corpulentas, cuyas pendientes ramas se asemejan a las de los árboles del desmayo, sirven de límite a las aguas, mientras en la orilla opuesta occidental un soto de castaños enormes señala también su término a los caudales del lago.

                          Doña Beatriz que tenía un alma abierta, por desgracia suya en demasía, a todas las emociones puras y nobles, no pudo menos de admirar la belleza del paisaje, cuando las laderas de los montes que descienden al lago y su hermosa tabla comenzaron a desplegarse a sus ojos desde las alturas de San Juan de Paluezas. A medida que se acercaba íbase descogiendo un nuevo pliegue del terreno, y ora un grupo de árboles, ora un arroyo que serpenteaba en alguna quiebra, ora una manada de cabras que parecían colgadas de una roca, a cada paso derramaban nuevas gracias sobre aquel cuadro. Cuando, por fin, llegó a la quinta y se asomó al mirador, desde el cual todos los contornos se registraban, subieron de punto a sus ojos todas aquellas bellezas.

                          El sol se ponía detrás de los montes dejando un vivo rastro de luz que se extendía por el lago y a un mismo tiempo iluminaba los diversos terrenos esparciendo aquí sombras y allí claridades. Numerosos rebaños de ganado vacuno bajaban mugiendo a beber moviendo sus esquilas, y otros hatos de ovejas y cabras y tal cual piara de yeguas con sus potros juguetones venían también a templar su sed, triscando y botando, mezclando relinchos y balidos. Los lavancos y gallinetas, tan pronto en escuadrones ordenados, como desparramados y solitarios, nadaban por aquella reluciente llanura. Una pastora, que en su saya clara y dengue encarnado mostraba ser joven y soltera y en sus movimientos gran soltura y garbo, conducía sus ovejas cantando una tonada sentida y armoniosa, y como si fuera un eco, de una barca que cruzaba silenciosa, costeando la orilla opuesta salía una canción guerrera entonada por la voz robusta de un hombre, pero que apagada por la distancia perdía toda su dureza, no de otra suerte que si se uniese al coro armonioso, templado y suave que al declinar el sol se levantaba de aquellas riberas.

                          Por risueños puntos de vista que ofrezcan las orillas del Cúa y del Sil, fuerza es confesar que la calma, bonanza y plácido sosiego del lago de Carucedo no tiene igual tal vez en el antiguo reino de León. Doña Beatriz, casi arrobada en la contemplación de aquel hermoso y rutilante espejo guarnecido de su silvestre marco de peñascos, montañas, praderas y arbolados, parecía engolfada en sus pensamientos. Para un corazón poseído de amor como el suyo, la creación entera no parece sino el teatro de sus penas o su felicidad, de sus esperanzas o sus dudas, y esto cabalmente sucedía aquella interesante y desgraciada señora. La imagen de don Álvaro era el centro adonde iban a parar todos los hilos misteriosos del sentimiento que en su alma despertaban aquellos lugares, y entretejiéndolos con los que de tiempos más dichosos quedaban todavía enmarañados en su memoria formaba en su imaginación la tela inacabable de una vida dichosa, llena de correspondencia dulcísima y de aquel noble orgullo que en todos los pechos bien nacidos excita la posesión de un bien legítimamente adquirido. ¡Engañosas visiones que al menor soplo de la razón se despojaban de sus fantásticos atavíos y caían en polvo menudo en medio de las puntas y abrojos que erizaban el camino de doña Beatriz! Al cabo de una larga meditación, en la cual como otras tantas ráfagas luminosas había visto pasar todas aquellas representaciones doradas y suaves de un bien ya disipado, y de otro bien incierto, y apenas bosquejado, la desdichada exhaló un largo suspiro y dijo:

                          -¡Dios no lo ha querido!

                          -Dios ha querido probarte y castigarme, ángel del cielo -contestó su padre abrazándola-, nuestras penas acabaron ya y los nuevos tiempos se acercan a más andar. Dios se apiadará de tu juventud y de estas canas vecinas ya al sepulcro, y no querrá borrar mi nombre de la faz de la tierra.

                          Doña Beatriz le besó la mano sin contestar, porque no se atrevía a entregarse a tan risueñas ideas, ni alcanzaba a acallar los presentimientos que de tiempos atrás habían llegado a posesionarse de su espíritu, pues, para colmo de amargura, la muerte que por tanto tiempo había invocado como término y descanso de sus penas, sin verla aparecer jamás, ahora cruzaba a lo lejos como un lúgubre relámpago, cuando la vida cobraba a sus ojos todas las galas de la esperanza, y sembraba de flores funerarias el camino que guiaba a su templo. Sin embargo, doña Beatriz, como todas las almas fuertes, pasado el primer estremecimiento hijo del barro aceptaba sin miedo ni repugnancia esta idea, y sólo se dolía de la contingencia de su fin prematuro por el luto de su padre, y de aquel amante arrebatado de sus brazos por una deshecha borrasca y que otra no menos deshecha podía volver a ellos. Así pues, sin decir palabra, se apoyó en el brazo del anciano y lentamente bajó la escalera con barandilla prolijamente calada hasta que en la cámara, para ella aderezada, la dejó en compañía de Martina. Dejémosla también nosotros entregada a las dulzuras del sueño que aquella noche bajaba sobre sus párpados más suave y bienhechor que en muchos días, y transportémonos a Salamanca, donde se iba a fallar el ruidoso proceso que traía alborotada a la cristiandad entera.