Capítulo XXXII
En medio de la tremenda tormenta que la envidia por un lado, la codicia por otro y la superstición e ignorancia por casi todos, habían levantado contra el Temple, la península puede gloriarse de que su santuario se conservó exento del contagio de aquellos torpes y groseros errores, y de aquellas pasiones ruines y bastardas. Sobrado se les alcanzaba a sus obispos la fuente de males que tal vez hubiera podido abrirse en Europa de la conservación y crecimiento de aquella orden decaída de su antigua pureza y virtud, y convertida a los ojos del vulgo en piedra de reprobación y de escándalo; pero, como cristianos y caballeros, respetaban mucho a sus individuos, y no desmintieron la noble confianza que en ellos había puesto don Rodrigo Yáñez. Vanas fueron las prevenciones con que Aymerico, inquisidor apostólico y comisionado del Papa para acompañar a los arzobispos de Toledo y Santiago, entró en aquel juicio que intentaba llevar por el mismo sendero de los de Francia; vanos todos los esfuerzos de la corte de Castilla, y en especial del infante don Juan, y vano, por fin, el extravío de la opinión, para torcer la rectitud de sus intenciones. Las iniquidades de Felipe el Hermoso eran justamente el escudo más fuerte de los caballeros en el ánimo de aquellos piadosos varones que, en el fondo de su corazón, deploraban amargamente las debilidades de Clemente V, origen de tanta sangre y tan feos borrones para la cristiandad.
Juntos, pues, en Salamanca bajo la presidencia del inquisidor apostólico y del arzobispo de Santiago, Rodrigo; Juan, obispo de Lisboa; Vasco, obispo de la Guardia; Gonzalo, de Zamora; Pedro, de Ávila; Alonso, de Ciudad Rodrigo; Domingo, de Plasencia; Rodrigo, de Mondoñedo; Alonso, de Astorga; Juan, de Tuy; y Juan, de Lugo; se abrió el concilio con las ceremonias y solemnidades de costumbre. Cada uno de los padres, con arreglo a las bulas pontificias y a las órdenes de sus respectivos monarcas, había formado en su diócesis respectiva un proceso de información, en el cual constaban las declaraciones de infinitos testigos, sacerdotes y seglares, de cuya confrontación debía deducirse la culpabilidad de los caballeros o su inocencia. Sin embargo, en vísperas de un fallo tan solemne fuerza era ampliar aquel sumario, oír a los encausados, recibir nuevas deposiciones y justificar finalmente una sentencia que iba a dar remate a un suceso, con razón calificado por un historiador moderno de gran mérito de «el más importante de los siglos medios después de las cruzadas».
Poco tardó en averiguar el infante don Juan las intenciones con que acudía al concilio el abad de Carracedo, y con ellas recibió sobresalto no pequeño, pues estando todavía en balanzas la suerte de la orden por los reinos de España, muy de temer era que en el de León, al abrigo de una familia tan poderosa, moviese nuevos disturbios y mudanzas, y pusiese en duda la posesión de aquellos bienes que con tanta ansia codiciaba para consolarse de la pérdida de su soñada corona. Así pues, echó mano como de costumbre de sus cábalas y maquinaciones, y comenzó a sembrar la cizaña de su encono en el ánimo de los obispos, infundiendo recelos de discordias con el Sumo Pontífice en algunos, y amenazando a otros con los alborotos que pudiera ocasionar en la mal sosegada Castilla la resolución de dar por libre de sus votos a don Álvaro.
El anciano monje, a quien no se le ocultaba el estado de doña Beatriz y que, por otra parte, sabía cuán agudo cuchillo era para su vida el continuo vaivén de la incertidumbre, presentó el caso como separado del juicio general, alegando la nulidad de la profesión del señor de Bembibre y manifestando la injusticia que podría haber en complicarle en el proceso y responsabilidad de una corporación, que mal podía contarle entre sus miembros. Por valederas que fuesen semejantes razones, no hallaron en el ánimo de los jueces todo el eco que reclamaban, así la solicitud del abogado, como la ventura de doña Beatriz. Por una parte, era urgentísimo sustanciar y decidir aquel gran pleito harto más importante que la suerte de un individuo, y por otra penetrados los prelados en su interior del poco peso de las acusaciones contra los templarios, no tenían reparo en envolver a don Álvaro en los procedimientos generales, que en todo casi siempre había lugar de enmendar con la debida excepción.
Infructuosos fueron, por lo tanto, los esfuerzos que de concierto hicieron, el buen religioso, el maestre don Rodrigo, el comendador Saldaña, su deudo Hemán Ruiz Saldaña, y sobre todo don Juan Núñez de Lara, que tanto por mostrar la nobleza de su sangre, cuanto por el deseo de remediar en lo posible el gran mal que había hecho a don Álvaro en Tordehumos, había venido a Salamanca con diligencia grandísima. Las almas elevadas suelen pagar muy caros los sueños de la ambición, y buena prueba de ello era don Juan de Lara, para quien la noticia de los pesares de don Álvaro y su violenta resolución de entrar en el Temple habían sido y eran todavía un doloroso torcedor. Sin la culpable trama de que también él había sido víctima, libre estaba don Álvaro de los pasados sinsabores y de las presentes angustias, y cualquiera que hubieran sido las pruebas y amarguras de su amor, en último resultado pendiendo su suerte de la constancia y elevado carácter de doña Beatriz, sin duda sus hermosas esperanzas se hubieran visto logradas como merecían. Todo esto, que en voces altas y muy claras decía a don Juan su conciencia, le afligía por extremo y de buena gana hubiera redimido con la mitad de los años de la vida que le quedaban y con lo mejor de su hacienda tales quebrantos. Otra cosa había, además, de por medio que aquejaba vivamente su voluntad, y eran los amaños y arterías que en sentido opuesto empleaba el infante don Juan, su jurado enemigo desde lo de Tordehumos. Razones de gran peso, y entre ellas el bien y el sosiego de Castilla, le habían impedido hacer campo cerrado con él, según en un principio imaginó, pero la idea de contrariar en aquella ocasión sus esfuerzos y dar en tierra con sus artificios ponía espuelas a su voluntad, ya muy decidida de suyo.
Comoquiera, todos estos buenos oficios carecían de base, pues estando presente don Álvaro, natural parecía que de por sí reclamase contra el agravio que al parecer se le hacía; pero la autoridad de sus ancianos amigos y de su tío, las instancias de todos los caballeros de la orden que se hallaban en Salamanca, la importuna solicitud de don Juan de Lara, y hasta la voz misma de aquella pasión que mal acallada en su pecho se despertaba violentamente a la voz de la esperanza, no fueron poderosas a determinarle a semejante paso. La idea de separar su causa de la de sus hermanos de elección, de tal manera alborotaba su altivo pundonor, que al poco tiempo todos sus allegados cesaron por entero en sus persecuciones. Así pues, víctima de aquella ilusión generosa de desprendimiento y de hidalguía, tras de la cual había corrido toda su vida, dilataba sin término el suceso feliz del que pendía ya la dicha que en el mundo pudiera tocarle.
Abrióse, por fin, el juicio, y el maestre don Rodrigo, Saldaña y los más ancianos caballeros comparecieron delante de los obispos a oír los cargos que se les hacían, cargos que en nuestros días moverían a risa, pero que en aquella época de tinieblas encontraban en la muchedumbre un eco tremendo, tanto mayor cuanto más se acercaban a lo maravilloso.
Compulsáronse las informaciones que cada prelado había hecho antes de congregado el concilio y comenzaron a oírse nuevos testigos. No faltaron muchos que se presentasen en contra del Temple, achacándole los mismos crímenes que perdieron a la orden en Francia, y sobre todo y como cosa más visible, avaricia en las limosnas y escaseces y falta de decoro en el culto. Cohechados la mayor parte de ellos por los enemigos de aquella gloriosa institución, arrebatados otros de un celo ignorante y fanático, parecía que unos a otros se alentaban en aquella obra de iniquidad, natural consecuencia de las pérfidas calumnias que deslumbraban los ojos del vulgo sediento siempre de novedades, y tan sobrado de imaginaciones extrañas y maliciosas como falto de juicio y compostura.
Los caballeros, solos en medio de aquel vendaval que sin cesar arreciaba, se defendían, sin embargo, con templanza y valeroso sosiego, atentos a conservar su altiva dignidad aun en medio de tamañas falsías y bajezas.
Don Rodrigo, como cabeza de la orden, era el blanco de todos los tiros, no por odio a su persona, pues su prudencia, su urbanidad y sus austeras virtudes andaban en boca de todos, sino porque humillando la orden en lo que tenía de más sabio y elevado, se minaban sus cimientos y se imposibilitaba su restauración. Comoquiera, el maestre infundía tal respeto por sus años y por aquel resto de imperio y de poder que todavía quedaba en su frente, que más de una vez sucedió que los testigos se retiraron corridos y amedrentados delante de la severidad de sus miradas.
El comendador Saldaña hizo harto más en defenderse de otros ataques, que si bien menos concertados, al cabo eran más enconados y violentos.
Recordarán sin duda nuestros lectores que, en el asalto de Cornatel, un deudo muy cercano del conde murió al golpe de una piedra que le deshizo el cráneo, y otro poco después en la barbacana bajo el hacha del anciano guerrero. Asimismo recordarán que la bandera de los Castros entró arrastrando en el castillo, arrancada por la mano de don Álvaro de la tienda en que ondeaba al soplo del viento.
Heridas y ultrajes eran ya éstos que difícilmente pudiera olvidar aquel orgulloso linaje, pero el desastrado fin de su caudillo había encendido en sus pechos un odio implacable contra los templarios, y sobre todo contra Saldaña como autor de su deshonra y duelo.
Apenas, pues, los vieron emplazados y llamados a juicio, acudieron prontamente a Salamanca donde añadieron al peso de la acusación general el de su encono y recriminaciones.
Cuando llegó su día, presentaron queja ante los padres, acusando al anciano de haber usado malas artes en la defensa de su castillo, con notorio menosprecio de las órdenes de su rey y señor natural. Echáronle en cara la altanería con que desechó las intimaciones del difunto conde, y sobre todo su muerte atroz, contraria a las leyes de guerra. Beltrán de Castro, uno de los más cercanos deudos y que aún no había podido acomodarse al baldón del vencimiento, presentó todos estos cargos con gran discreción y energía, disfrazando a su modo los incidentes de aquella desastrosa jornada.
-Comendador Saldaña -le dijo el arzobispo de Santiago-, ¿confesáis todos los cargos que os hace Beltrán de Castro?
-Padres venerables -contestó el anciano-, no por rebeldía ni deslealtad nos negamos a obedecer las cédulas de nuestro monarca, sino por justa y legítima defensa. Caballeros de nuestra prez no eran para tratados como quería el conde de Lemus a quien respeto, pues que ya el supremo juez le habrá juzgado. Él quería la guerra porque anhelaba vengar agravios recibidos con causa, por desgracia sobrado justa, de mí y de uno de nuestros más nobles caballeros. Amaba el peligro y pereció en él... la paz sea con su alma. Por lo que hace a la nigromancia que nos reprocháis, señor hidalgo -continuó volviéndose a Beltrán y sonriéndose irónicamente-, el miedo sin duda os turbaba la vista y el entendimiento a la par, pues que así confundíais con los demonios nuestros esclavos africanos, y tomabais por llamas del infierno la pez, alquitrán y aceite hirviendo con que os rociábamos la mollera.
El gallego perdió el color al oír semejante ultraje, y rechinando los dientes clavó sus ojos encendidos como brasas en el anciano caballero. Su mano se encaminó maquinalmente a la guarnición de la espada, pero acordándose del sitio en que estaba, mantuvo a raya los ímpetus de su ira.
-No os enojéis, señor hidalgo, que así venís a hacer leña del árbol caído -replicó el comendador en el mismo tono acre y mordaz-, no os enojéis ahora, ya que entonces de tan poco sirvió vuestro coraje a aquellos infelices montañeses, que tan sin piedad llevabais al matadero, ya que entonces el señor de Bembibre con sólo un puñado de caballeros desbarató toda vuestra caballería, saqueó vuestros reales y trajo arrastrando vuestro pendón sin que, a pesar de vuestras fuerzas superiores, tuvieseis ánimo para estorbarlo. ¿En qué opinión teníais a los soldados del Temple y a un viejo caballero que peleó por la cruz en Acre, hasta que los villanos la echaron por el suelo para alfombra de los caballos del soldán? Andad, que vuestro valor es como el de los buitres y cuervos, sólo bueno para emplearse en los cadáveres.
-Señor caballero -le dijo gravemente el arzobispo de Santiago-, no habéis respondido todavía a la principal cabeza de la acusación, la muerte del noble conde de Lemus... ¿Es cierto este capítulo?
-Y tan cierto -respondió Saldaña con una voz que retumbó en el salón como un trueno-, que si mil veces lo cogiera entre mis manos, otras tantas vidas le arrancaría. Sí, yo le así por el cinto cuando cayó a mis pies sin conocimiento; con él me subí a una almena, y desde allí se lo arrojé a sus gentes diciéndoles: «¡Ahí tenéis vuestro valiente y generoso caudillo!»
-¡Lo ha confesado! ¡Lo ha confesado! -exclamaron llenos de júbilo los parientes del difunto.
-Comendador Saldaña -continuó Beltrán-, yo os acuso de traición, pues sólo cohechando al cabreirés Cosme Andrade pudisteis tener noticia de la expedición del desgraciado conde.
-¡Mentís, Beltrán de Castro! -contestó una voz de entre la apiñada multitud, que entonces comenzó a arremolinarse como para abrir paso a alguno.
Efectivamente, después de un corto alboroto y de algún oleaje y vaivenes entre la gente, un montañés con su coleto largo y destazado, sus abarcas y su cuchillo de monte al lado, saltó como un gamo en el recinto destinado a los acusados, acusadores y testigos.
-¿Sois vos, Andrade? -exclamó Castro sorprendido con esta aparición para él inesperada.
-¡Yo soy, yo, el cohechado, como vos decís ruin y villano! -contestó el encolerizado montañés. ¡Parece que os pasma el verme! ¡Bien se conoce que me creíais muy lejos cuando así me ultrajabais. Algún ángel me tocó sin duda en el corazón, cuando viéndoos llegar a Salamanca me oculté de vuestra vista para confundiros ahora, ahora que conozco la ruindad de los Castros! ¡Oh, pobres paisanos y compañeros míos que dejasteis vuestros huesos en el foso de Cornatel, venid ahora a recibir el premio que os dan estos malsines! ¡Yo cohechado!, ¿y con qué me cohecharíais vos, mal nacido? ¿O tenéis por cohecho el rodar por los precipicios y arriesgar la vida hartas más veces que vos?
-Vos recibisteis cien doblas del comendador -replicó Beltrán un poco recobrado, aunque confuso con las embestidas del montañés, que le acosaba como un jabalí herido.
-Cierto que las recibí -contestó Andrade candorosamente, porque se me ofrecieron con buena voluntad; pero ¿guardé una siquiera, embustero sin alma? ¿No las distribuí todas y aun bastantes de mis dineros a las viudas de los que murieron allí por los antojos de vuestro conde? ¿O piensas tú que es Andrade como tu amo maldecido, que vendía por un lugar más su fe de caballero y la sangre de los suyos? Agradece a que estamos delante de estos varones de Dios, que si no ya mi cuchillo de monte te hubiera registrado los escondites del corazón.
-Sosegaos, Andrade -le dijo el obispo de Astorga-, y contadnos lo que sepáis, porque vuestra presencia no puede ser más oportuna.
-Yo, reverendos padres -contestó él con su sencillez habitual-, no soy más que un pobre hidalgo montañés a quien se le alcanza algo más de cazar corzos y pelear con los osos, que no de estas cosas de justicia, pero con la verdad por delante, nunca he tenido miedo de hablar, aunque fuese en presencia del soberano pontífice. Allá va, pues, lo que vi y pasé, bien seguro de que nadie quite ni ponga.
Dijimos que cuando el honrado Andrade cayó despeñado del torreón por mano de Millán le detuvieron unas ramas protectoras. Afortunadamente, no estaban muy lejos de la muralla, y de consiguiente pudo oír casi todas las palabras que mediaron entre don Álvaro y el conde al principio, y luego lo que pasó con el comendador hasta que el magnate gallego bajó descoyuntado y hecho pedazos hasta la orilla del arroyo. Así pues, su declaración en que tanto resaltaba la generosidad de don Álvaro, y la efusión con que contó los prontos socorros que había recibido de Saldaña y de todos los caballeros, hicieron una impresión tan favorable en el ánimo de los padres, que los acusadores de Saldaña no sólo enmudecieron, sino que corridos y avergonzados no sabían cómo dejar el tribunal.
-En suma, santos padres -concluyó el montañés-, si las buenas obras cohechan, yo me doy por cohechado aquí y para delante de Dios, porque, a decir verdad, tan presa dejaron mi voluntad con ellas estos buenos caballeros, que cuando oí decir que al cabo los llevaban presos, acordándome de las mentiras del conde de Lemus y temiendo no les sucediese lo que en Francia, me fui corriendo a Ponferrada, y allí dije al comendador que yo le ocultaría en Cabrera y aun le defendería de todo el mundo. Yo no sé si hice bien o mal, pero es seguro que volvería a hacerlo siempre, porque él me salvó la vida dos veces, y como decía mi padre, que de Dios goce, «el que no es agradecido no es bien nacido».
-Señor de Bembibre -dijo entonces el inquisidor general volviéndose a don Álvaro-, aunque nuevo en esta tierra no me es desconocida la fama de hidalguía y valor que en ella gozáis. Decid, pues, bajo vuestra fe y palabra, si es verdadera la declaración de Andrade.
-Por mi honor, juro que la verdad ha hablado por su boca -contestó el joven poniendo la mano sobre el corazón-. Sólo una cosa se le ha olvidado al buen Cosme, y es que también se entendía conmigo, sin haberme conocido, la noble hospitalidad que ofreció al comendador Saldaña.
-Ya, ya -repuso el montañés casi avergonzado-, bueno sería que lo poco bueno que uno hace lo fuese a pregonar a son de trompeta. Y luego que cuando disteis aquel repelón a nuestro campo de Cornatel, ni siquiera hicisteis un rasguño a ninguno de los míos, y después a los que curaron de sus heridas, los regalasteis con tanta largueza como si fuerais un emperador. Para acabar de una vez, padres santos -continuó dirigiéndose al concilio con tanto respeto como desembarazo-, si dudáis de cuanto llevo dicho, venga aquí la Cabrera entera, y ella lo confirmará.
-No es necesario -dijo entonces el obispo de Astorga-, porque las secretas informaciones que por mi mandato han hecho los curas párrocos de aquel país corroboran los mismos extremos. Este proceso, último que queda por ver de cuantos se han traído a esta junta sagrada, deberá decidir el fallo, salvo el mejor parecer de mis hermanos.
-Deudos del conde de Lemus -dijo en alta voz el arzobispo de Santiago-, ¿queréis proseguir en la acusación, presentar nuevas pruebas y estar a las resultas del juicio?
-En mi nombre y en el de los míos, me aparto de la acusación -contestó Beltrán de Castro con despecho-, sin perjuicio de volver a ella delante de todos los tribunales cuando pueda presentar pruebas más valederas.
-Debíais pedir la del combate -le dijo Saldaña siempre con la misma amargura-, siquiera no fuese más que por renovar las hazañas de que fuimos testigos encima de Río Ferreiros.
Capitaneaba Beltrán la caballería del conde en aquella ocasión, y envuelto en el torrente de los fugitivos nada pudo hacer a pesar de sus esfuerzos, de manera, que sin estar desnudo de valor, su opinión había quedado en dudas. Ninguna herida, por lo tanto, más profunda y dolorosa pudiera haber recibido que la venenosa alusión del comendador. Tartamudeando, pues, de furor y con una cara como de azufre, le dijo:
-¡En cuanto os dieren por libres la pediré, y entonces veremos lo que va del valor a la fortuna!
-Mío es el duelo -contestó don Álvaro-, pues que tomáis sobre vos las ofensas del conde de Lemus. A mí me encontraréis en la demanda.
-No sino a mí -replicó Andrade que he sido agraviado delante de tanta gente.
-Con los tres haré campo -exclamó Beltrán en el mismo tono.
-Caballeros todos -dijo el inquisidor apostólico-, no debe escondérseos, sin duda, que delante de la justicia no hay agravio ni ofensa. Así pues, dad lo hecho por de ningún valor y efecto, y vos, Beltrán, ya que tan cuerdamente desamparáis la acusación, pensad en volveros a vuestro país, que los altos juicios de Dios no se enmiendan con venganzas ni rencores, siempre ruines cuando se ejecutan en vencidos.
Estas graves palabras, dichas con un acento que llegaba al alma, si no mudaron las malévolas intenciones de los Castros, les probaron por lo menos su impotencia; así fue que, despechados tanto como corridos, se salieron del tribunal y enseguida de Salamanca, donde habían encontrado el premio que suelen encontrar los sentimientos bastardos, la aversión y el desprecio.
Otro fruto produjeron también sus ciegas persecuciones, y fue el poner tan de bulto la inocencia de los templarios, que aun sus más encarnizados enemigos hubieron de contentarse con sordos manejos y asechanzas.
Vistos, pues, todos los procesos y pensado el asunto maduramente, el concilio declaró por unanimidad inocentes a los templarios de todos los cargos que se les imputaban, reservando, sin embargo, la final determinación al Sumo Pontífice.
Con esta sentencia salvaron los templarios el honor de su nombre, única cosa a que podían aspirar en la deshecha borrasca que corrían, pero harto más importante para ellos que sus bienes y su poder. Privados de uno y otro, su posición quedaba incierta y precaria hasta el concilio general, convocado para Viena del Delfinado, donde debía fallarse definitivamente el proceso de toda la orden, dado que bien pocas esperanzas pudieran guardar cuando la estrella de su poder, como el Lucifer del profeta, se había caído del cielo.