Capítulo XXIX
El estruendo y trances diversos de esta guerra han apartado de nuestros ojos una persona, en cuya suerte tomarán nuestros lectores tal vez el mismo interés que entonces inspiraba a cuantos la conocían. Claro está que hablamos de doña Beatriz, a quien dejamos a la sombra del claustro de Villabuena sola con sus pesares y dolores, porque la compañía de su fiel Martina poco podía contribuir a sanar un corazón tan profundamente ulcerado. Los gérmenes de una enfermedad larga y temible habían comenzado, según dejamos dicho, a desenvolverse fuerte y rápidamente en aquel cuerpo, que si bien hermoso y robusto, mal podía sufrir los continuos embates de las pasiones que, como otras tantas ráfagas tempestuosas en el mar, sin cesar azotaban aquel espíritu a quien servía de morada. Las últimas amarguísimas escenas que habían precedido su segunda entrada en aquel puerto sosegado habían rasgado el velo con que la religión por un lado y por el otro el contento de su padre y la noble satisfacción que siempre resulta de un sacrificio, habían encubierto a sus ojos el desolado y yermo campo de la realidad. Llorar a don Álvaro y prepararse por medio del dolor y de la virtud a las místicas bodas que sin duda le disponía en la celestial morada, llevaba consigo aquella especie de melancólico placer que siempre dejan en el alma las creencias de otro mundo mejor, más cercano a la fuente de la justicia y bondad divina; pero recobrarle sólo para perderle tan horriblemente, y verle caminar a orillas del abismo que amenazaba tragar a la orden del Temple, sin más báculo y apoyo que su lanza ya cascada, era un manantial continuo de zozobras, dudas y vaivenes. Por otra parte, ¡cuánta humillación no encontraba su alma generosa y elevada en pertenecer a un hombre en quien las cualidades y prendas del carácter sólo servían para poner más de manifiesto su degradación lastimosa! Hasta entonces la máscara de la cortesanía había bastado a cubrir aquella sima de corrupción y bajeza, y como doña Beatriz no podía dar amor, tampoco lo pedía; de manera que la natural delicadeza de su alma ninguna herida recibía; pero deshecho el encanto y apartados los disfraces, la ignominia que sobre ella derramaba la ruindad de su esposo, se convirtió en un torcedor fiero y penoso que alteraba sus naturales sentimientos de honor y rectitud, y echaba una fea mancha en el escudo hasta allí limpio y resplandeciente de su casa. ¡Desdicha tremenda que no aciertan a sobrellevar las almas bien nacidas, y que uno de nuestros antiguos poetas expresó con imponderable felicidad cuando dijo:
¡Oh honor!, fiero basilisco, | |||
Que si a ti mismo te miras, | |||
¡Te das la muerte a ti mismo! |
Por tan raros modos el soplo del infortunio había disipado en el cielo de sus pensamientos los postreros y tornasolados celajes que en él quedaban después de puesto el sol de su ventura, y para colmo de tristeza, todos los sitios que recorrían sus ojos estaban llenos de recuerdos mejores y poblados de voces que continuamente traían a sus oídos palabras desnudas ya de sentido, como está desnudo de lozanía el árbol que ha tendido en el suelo el hacha del leñador. De esta suerte perdida su alma y errante por el vacío inconmensurable del mundo, levantaba su vuelo con más ansia hacia las celestes regiones, pero tantos combates y tan incesante anhelo acababan con las pocas fuerzas que quedaban en aquella lastimada señora. El aire puro y oloroso de la primavera tal vez hubiera reanimado aquel pecho que comenzaba a oprimirse y devuelto a su cuerpo algo de su perdida lozanía, pero el invierno reinaba despiadadamente en aquellos campos yertos y desnudos, y el sol mismo escaseaba sus vivificantes resplandores. Desde las ventanas y celosías del monasterio veía correr el Cúa turbio y atropellado, arrastrando en su creciente troncos de árboles y sinnúmero de plantas silvestres; los viñedos, plantados al pie de la colina donde todavía se divisaban las ruinas de la romana Berdigum, despojados de sus verdes pámpanos, dejaban descubierta del todo la tierra rojiza y ensangrentada que los alimenta, y en las montañas lejanas una triste corona de vapores y nublados oscilaba en giros vagos y caprichosos al son del viento, cruzando unas veces rápidamente la atmósfera en masas apiñadas y descargando recios aguaceros, y entreabriéndose otras a los rayos del sol para envolverle prontamente en su pálida y húmeda mortaja. No faltaban accidentes pintorescos en aquel cuadro, pero todos participaban abundantemente de la tristeza de la estación, del mismo modo que los pensamientos de doña Beatriz, bien que varios en sus formas, todos tenían el mismo fondo de pesar.
Como frecuentemente acontece, en el estado a que la habían conducido la profunda agitación de espíritu unida a la debilidad de su cuerpo, al paso que esta iba poco a poco aumentándose, cada día iba también en aumento la exaltación de su espíritu.
El arpa en sus manos tenía vibraciones y armonías inefables, y las religiosas, que muchas veces la oían, se deshacían en lágrimas de que no acertaban a darse cuenta. Su voz había adquirido un metal profundo y lleno de sentimiento, y en sus canciones parecía que las palabras adquirían nueva significación, como si viniesen de una región misteriosa y desconocida, y saliesen de los labios de seres de distinta naturaleza. A veces tomaba la pluma y de ella fluía un raudal de poesía apasionada y dolorida, pero benéfica y suave como su carácter, ora en versos llenos de candor y de gracia, ora en trozos de prosa armoniosa también y delicada. Todos estos destellos de su fantasía, todos estos ayes de su corazón, los recogía en una especie de libro de memoria, forrado de seda verde que cuidadosamente guardaba, sin duda porque algún rasgo de amargura, vecino a la desesperación, se había deslizado alguna vez entre aquellas páginas llenas de angélica resignación. A vueltas de sus propios pensamientos, había pasajes y versículos de la Sagrada Escritura que desde que volvió al monasterio era su libro más apreciado y que de continuo leía; y aquellas memorias suyas comenzaban con un versículo en que hasta allí parecía encerrarse su vida, y que tal vez era una profecía para lo venidero: Vigilavi et factus sum sicut passer solitarius in tecto.
Tal era el estado de doña Beatriz cuando una mañana le pasaron recado de que el abad de Carracedo quería verla. Desde su aciago desposorio no había aparecido en Arganza, y luego sus mediaciones pacíficas, y más tarde los preparativos que como señor de vasallos había tenido que hacer, bien a pesar suyo, le habían traído algún tiempo fuera de la tierra y constantemente apartado de los ojos de doña Beatriz. Duraba el sitio de Cornatel y ya la derrota primera del conde de Lemus, la gloriosa defensa de los templarios y las proezas de don Álvaro habían llegado a aquel pacífico asilo. Unos y otros, sin embargo, llevaban adelante su empeño con vigor y no era la menor de las zozobras de doña Beatriz ver comprometidas en semejante demanda personas que tan de cerca le tocaban.
-¡Válgame Dios!, ¿qué será? -dijo para sí, después que salieron a avisar al religioso-. ¡Cuánto hace que no veo a este santo hombre, que tal vez sólo a mí ha dañado en el mundo con su virtud! ¡Cómo se han mudado los tiempos desde entonces! ¡Dios me dé fuerzas para resistir su vista sin turbarme!
Razón tenía doña Beatriz para recelar que con esta entrevista se renovasen todas sus memorias, pero, sin embargo, al ver abrirse la puerta y aparecer el anciano, se disipó su turbación, y con su señorío acostumbrado le salió al encuentro para besarle la mano. No fue tan dueño de sí el abad, pero la sorpresa de ver tanta hermosura y lozanía reducida a tal estado pudo tanto en él que, sin poderlo remediar, dio dos pasos atrás asombrado, como si la sombra de la heredera de Arganza fuese la que delante tenía.
-¿Sois vos, doña Beatriz? -exclamó con el acento de la sorpresa.
-¿Tan mudada estoy? -respondió ella, con melancólica sonrisa y besándole la mano-. No os maraville, pues ya sabéis que el hombre es un compendio de miserias que nace y muere como la flor, y nunca persevera en el mismo estado. Pero decidme -añadió clavando en él su mirada intensa y brillante, ¿qué noticias traéis de Cornatel? ¿Qué es de mi noble padre y de...? del conde, quise decir.
-Vuestro padre disfruta salud -respondió el abad-, pero vuestro noble esposo ha muerto ayer.
-¿Ha muerto? -contestó doña Beatriz asombrada-. Pero, decidme, ¿ha muerto en los brazos de la religión y reconciliado con el cielo?
-Ha muerto como había vivido -exclamó el abad sin poder enfrenar su natural adustez-, lleno de cólera y rencor, y apartado de toda idea de caridad y de templanza.
-¡Oh, desgraciado, infeliz de él! exclamó doña Beatriz, juntando las manos y con doloroso acento-, ¿y cuál habrá sido su acogida en el tribunal de la justicia eterna?
Al escuchar el tono de verdadera aflicción con que fueron pronunciadas estas palabras, el abad no fue dueño de su sorpresa. El conde había traído males sin cuento sobre aquella bondadosa criatura; su porvenir se había disipado como un humo en manos de aquel hombre, sus negras tramas habían robado la libertad y hasta la esperanza de la dicha al desventurado don Álvaro, y sin embargo, a la idea de su infortunio perdurable, su corazón se estremecía. Doña Beatriz no le amaba, porque no cabía en su altivez poner su afecto en quien así se olvidaba de sí propio y de su nacimiento; ni menos renunciar a la única ilusión que de tiempos mejores le quedaba, bien que enlutada y marchita, pero los ímpetus del resentimiento y del odio no podían avenirse largo tiempo con la irresistible propensión a perdonar que dormía en el fondo de su pecho, y delante de las tinieblas de la eternidad, que más de una vez se habían ofrecido a sus ojos, bien conocía la pequeñez de las pasiones humanas.
-Hija mía -respondió el abad conmovido a vista de tan noble desprendimiento y tomándole la mano-, ¿cómo desconfiáis así de la misericordia de Dios? Sus crímenes eran grandes, y la paz y la justicia han huido siempre al ruido de sus pasos, pero su juez está en el cielo, y a su clemencia sin límites nada hay vedado. Pensad que el buen ladrón se convirtió en la hora postrimera y que la fe es la más santa de las virtudes.
-Válgale, pues, esa adorable clemencia -contestó doña Beatriz sosegándose, y el Señor le perdone.
-¿Cómo vos le perdonáis?
-Sí, como yo le perdono -respondió ella con acento firme, levantando los ojos al cielo y poniendo la mano sobre el corazón-. ¡Ojalá que todas las palabras que arranque la noticia de su desastroso fin no sean más duras que las mías!
Quedáronse entrambos por un rato en un profundo silencio, durante el cual el abad, mirándola de hito en hito, parecía observar con asombro y alarma las huellas que la enfermedad y las pasiones habían dejado en aquel cuerpo y semblante, cifra no mucho había de perfecciones y lozanía. El pensamiento que semejante espectáculo suscitó en su alma llegó a ser tan doloroso que sin alcanzar a contenerse, le dijo:
-Doña Beatriz, sabe el cielo que en mi vida entera vuestro bien y contento han sido blanco constante de mis deseos. Yo he visto vuestra alma desnuda y sin disfraces en el tribunal de la penitencia... ¿cómo no amaros cuanto se puede amar a la virtud y a la pureza? Y sin embargo, la austeridad de mis deberes se ha convertido contra vos, y nadie en el mundo os ha hecho tanto daño como este anciano, que siempre hubiera dado gustoso por vos la última gota de su sangre. ¿No es verdad?
Doña Beatriz sólo dio por respuesta un largo suspiro arrancado de lo más íntimo de su corazón.
-Harto me decís con eso -continuó el religioso con un tono de voz apesarado-, pero escuchadme y veréis que aún puedo tal vez enmendar mi obra. Vuestra dicha sería la gloria de mis postreros años y aunque nada me echa en cara mi conciencia, con ella se descargaría mi corazón del peso con que vuestra desdicha le abruma. Yo no sé si los usos del mundo me permiten hablaros de una esperanza que tal vez me sea más halagüeña que a vos misma, pero vuestro infortunio y mi carácter poco tienen que ver con las hipócritas formas y exterioridades de los hombres. Doña Beatriz, en la actualidad sois libre.
-¿Y qué me importa la libertad? -contestó ella con más presteza de la que podía esperarse de su abatido acento-. Alguna vez he oído decir a caballeros que han padecido cautividad en tierra de moros, que los príncipes y señores de aquella tierra conceden la libertad a las mancebas de sus serrallos cuando la vejez les ha robado fuerza, vigor y hermosura. Ahí tenéis una libertad muy semejante a la mía.
-No, hija mía -respondió el religioso-, no es tan menguado el don que el cielo te concede; escúchame. Cuando don Álvaro entró en el Temple, aconsejado más de su dolor que de su prudencia, la orden estaba ya suspensa de todas sus prerrogativas y derechos, emplazada ante el concilio de los obispos, secuestrados sus bienes y sin poder admitir en su milicia un solo soldado, ligado con sus solemnes y terribles votos. Si don Álvaro hizo su profesión, si su tío el maestre le vistió el hábito de Hugo de Paganis y de Guillén de Mouredón fue porque los caballeros todos querían tener por suya una lanza tan afamada, y porque su sobrino le amenazó con pasarse a Rodas y tomar el hábito de San Juan de Jerusalén. El recelo de perderle por un lado, y el miedo de introducir la desunión entre los suyos, cuando la presencia del riesgo hacía más necesaria la concordia y concierto de voluntades, le obligaron a atropellar por sus propios escrúpulos. Mal pudo don Álvaro, de consiguiente, renunciar a su libertad, y su profesión no dudo que será dada por nula en el concilio que dentro de poco se juntará en Salamanca, y al cual se espera que se presentarán los templarios de Castilla, sin alargar una lucha en que la cristiandad los abandona. Yo me presentaré también ante los padres y espero que mi voz sea escuchada y que el Señor os traiga a entrambos horas más felices.
Doña Beatriz, que desde que escuchó el nombre de su amante había estado colgada de las palabras del abad, fijos en él sus ojos que de suyo hermosos y animados, recibían nuevo brillo de la enfermedad, le dijo con ansiedad:
-¿Conque, según eso, aún puede amanecer para nosotros un día de claridad y de consuelo?
-Sí, hija mía -contestó el monje, y por la misericordia de Dios así confío que sucederá.
-¡Ah, ya es tarde, ya es tarde! -exclamó ella con un acento que partía el corazón.
-Nunca es tarde para la misericordia divina -contestó el anciano que ya, sobresaltado por su aspecto, se sentía espantado con esta súbita exclamación.
-Sí, ya es tarde, os digo -replicó ella con la mayor amargura-, yo veré amanecer ese día, pero mis ojos se cerrarán, en cuanto su sol me alumbre con sus rayos. Sí, sí, no os asombréis; el sueño ha huido de mis párpados, mi corazón se ahoga dentro del pecho, mi pulso y mis sienes no dejan de latir un instante. Cuando llego a descansar un momento en brazos del sueño, oigo una voz que me llama y veo mi sombra que cruza los aires con un ramo de azucenas en la mano y una corona de rosas blancas en la cabeza; y luego otra sombra vestida, una túnica rutilante como el hábito del Temple y un casco guerrero en la cabeza, me sale al encuentro y alzándose la visera como en la tarde del soto me dice de nuevo pero con un acento dulcísimo. «¡Soy yo doña Beatriz!» ¡y esta sombra es la suya! Entonces despierto bañada en sudor, palpitando mi corazón como si quisiera salirse del pecho, y un diluvio de lágrimas corre por mis mejillas. Mi antiguo valor me ha abandonado, mis días de gloria se han desvanecido, las flores de mi juventud se han marchitado, y la única almohada en que pretendo reclinar ya mi cabeza es la tierra de mi sepultura. ¡Ah! -exclamó retorciéndose las manos desesperadamente, ¡ya es tarde, ya es tarde!
Quedóse el abad como de hielo al escuchar aquella temible declaración que, ahogada hasta entonces y comprimida, reventaba al fin con inaudita violencia. El semblante de doña Beatriz, la flacura de su cuerpo, la brillantez de su mirada, el metal de su voz habían llenado su imaginación de zozobra y de recelo; pero ahora se había trocado en una fatal certidumbre de que apenas sería dado a la ciencia y al poder humano lavar aquel alma de las heces que el dolor había dejado en su fondo y curar aquel cuerpo de su terrible dolencia. Sin embargo, cobrando fuerzas y saliendo de su estupor, le dijo con acento suave y persuasivo:
-Doña Beatriz, para Dios nunca es tarde, ni en su poder puede poner tasa el orgullo o la desesperación humana. Acordaos de que sacó vivo del sepulcro a Lázaro, y no arrojéis de vuestro seno la esperanza que, como vos misma decíais en una solemne ocasión, es una virtud divina.
-Tenéis razón, padre mío -repuso ella como avergonzada de aquel ímpetu que no había podido sojuzgar, y secándose las lágrimas-, hágase su voluntad y mírenos con ojos de misericordia, porque en él sólo espero.
-¿Por qué así, hija mía? -replicó el monje, todavía sois joven y quizá contaréis muchos días de felicidad.
-¡Ay, no! -contestó ella-, mi prueba ha sido muy dura y yo me he quebrado en ella como frágil vasija de barro, pero nunca me levantaré contra el alfarero que me formó.
-Doña Beatriz, dadme vuestro permiso para retirarme -dijo el religioso poniéndose en pie, advierto que con este coloquio os habéis agitado en demasía, pero os dejo muy encomendada la memoria de mis consejos. Probablemente no tardaré en ausentarme, porque los caballeros del Temple al cabo se sujetarán de grado al concilio de Salamanca, y a mí, que he sido el causador de vuestros males, aunque inocente, me toca repararlos.
La señora le besó la mano y la despidió, pero no pudo honrarle hasta la puerta por la debilidad que sentía después de tan agitada escena. Desde allí le acompañaron la abadesa y las más ancianas de la comunidad hasta la portería del monasterio, en tanto que doña Beatriz quedaba entregada al nuevo tumulto que con aquella imprevista esperanza se había despertado en su corazón. Lástima grande que sus ojos, nublados por las lágrimas y acostumbrados a las tinieblas del dolor, se sintiesen más ofendidos que halagados con aquella luz tan viva y resplandeciente.