de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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                          s2t2 - 28 C XXVIII De tan inminente peligro

                          Capítulo XXVIII

                          De tan inminente peligro estaban amenazados los templarios de Cornatel, porque como no había memoria de que persona humana hubiese puesto la planta sobre el abismo que dominaba el ángulo oriental del castillo, ni parecía empresa asequible a la destreza humana; aquel lado no se guardaba. Lo más que solía hacerse en tiempos de peligro era visitar de cuando en cuando el torreón, más para registrar el campo desde allí que para precaver ningún ataque. Una vez dueños de él los enemigos, como ningún género de obstáculo interior habían de encontrar, claro estaba que la ventaja del número había de ser decisiva. Atacados a un tiempo por el frente y flanco, y desconcertados de aquella manera impensada y súbita, era segura la muerte o la prisión de todos los caballeros. Sólo una rara casualidad hizo abortar aquel plan tan ingenioso como naturalmente concebido.

                          Saldaña, como experimentado capitán, no se descuidaba en averiguar por todos los medios imaginables cuanto pasaba en el real enemigo, y sus espías, bajo mil estudiados disfraces, sin cesar le estaban trayendo noticias muy preciosas. Aconteció, pues, que una noche se brindó a salir de descubridor nuestro antiguo conocido Millán, y disfrazándose con los atavíos de un montañés, muerto en el castillo de resultas de la pasada refriega, se dirigió por la noche a las Médulas, acompañado de otro criado del Temple, natural del país, que conocía todas las trochas y veredas como los rincones de su casa. La vista que ofrecía el campamento del conde en medio de aquellas profundísimas cárcavas, cuyo color rojizo resaltaba más y más con el trémulo resplandor de las hogueras, era sumamente pintoresca. La mayor parte de los soldados estaban resguardados del frío en las cuevas y restos que quedaban de las antiguas galerías subterráneas; pero los que velaban para impedir todo rebato, encaramados en aquellos últimos mogotes, visibles unas veces e invisibles otras, según las llamas de los fuegos lanzaban reflejos más vivos o apagados, pero siempre inciertos y confusos, parecían danzar como otras tantas sombras fantásticas en aquellas escarpadas eminencias. La forma misma de aquellos picachos, caprichosa y extraña y la oscuridad de los matorrales, imprimían en toda la escena un sello indefinible de vaguedad enigmática y misteriosa.

                          Para el que conoce todos los ramales de las antiguas minas, fácil cosa es, aun ahora, sustraerse a las más exquisitas indagaciones por entre su revuelto laberinto. Así es que el compañero de Millán le guió por medio de la más tremenda oscuridad hasta un puesto de cabreireses en que se hablaba con mucho calor. Estaban juntos alrededor de una gran hoguera, y uno de ellos, sentado en un tronco, estaba diciendo en voz alta a sus compañeros:

                          -Pues, amigos, él se ha empeñado en venir, por más que le he dicho que se va a desnucar por aquellos andurriales. Dios nos la depare buena, porque si tras de esto no llegamos a entrar en el castillo, medrados quedamos.

                          Como el montañés estaba de lado no podía Millán distinguir sus facciones, pero en el metal de la voz conoció al punto al intrépido Andrade, y puso la mayor atención en escuchar aquel coloquio que tanto debía interesarle.

                          -Lo que es por falta de cuerdas y ganchos no quedará -contestó otro-, porque tenemos un buen manojo, ¿pero el conde quiere ser de los primeros?

                          -El primero quiere ser -contestó Andrade, pero, Dios mediante, entraremos juntos.

                          -Al cabo -dijo otro-, yo no sé bien por dónde hemos de subir todavía.

                          Andrade se lo explicó claramente, mientras que Millán, sin atreverse a respirar, estaba hecho todo oídos.

                          -¿Y es mañana? -preguntó uno.

                          -No; mañana nos acercaremos todos al castillo por donde la otra vez, con todos los pertrechos y avíos como si fuéramos a poner cerco de veras, y pasado mañana, mientras del lado de acá levantan gran grita y alharaca, en guisa de asaltar las murallas, nosotros nos colamos por el lado de allí como zorros en un gallinero. Como vosotros sois los destinados a la empresa, lo mismo será que lo sepáis un poco antes o después, pero cuenta con el pico.

                          Todos se pusieron el dedo en los labios haciendo gestos muy expresivos, y enseguida comenzaron a cenar sendos tasajos de cecina, acompañados de numerosos tragos. Millán entonces, dando gracias al cielo por el descubrimiento que acababa de hacer, salió apresuradamente de su escondite, y se volvió a Cornatel con su compañero. Al salir de la mina echó una ojeada hacia las hondonadas de aquellos extraños valles y advirtió muchas gentes que iban y venían, unos con hachones de paja encendidos y otros cargados con diferentes bultos. Veíanse también cruzar en una misma dirección muchas acémilas, y en todo el real se notaba gran movimiento, con lo cual acabó de persuadirse el buen Millán de la exactitud de las noticias que por tan raro modo había recibido. Volvióse, pues, al castillo con gran priesa y, en cuanto entró, se fue a ver a su amo y a contarle muy menudamente cuanto sabía. Hizo don Álvaro un movimiento tal de alegría al escucharle y de tal manera se barrió repentinamente de su semblante la nube de disgusto que casi siempre lo empañaba, que el escudero no pudo menos de maravillarse. Cogióle entonces del brazo y mirándole de hito en hito, le dijo:

                          -Millán, ¿quieres hacer lo que yo te mande?

                          -¿Eso dudáis, señor? -respondió el escudero-, ¿pues a mí qué me toca sino obedecer?

                          -Pues entonces no digas nada al comendador sino del ataque manifiesto.

                          -¿Pero y si nos entran como intentan?

                          -Tú y yo solos bastamos para escarmentarlos. ¿No quieres acompañarme?

                          -Con el alma y la vida -contestó el ufano escudero-, y ojalá que mi brazo fuese el de Bernardo del Carpio en Roncesvalles.

                          -Tal como es -le contestó don Álvaro sonriéndose nos será de mucho provecho. Anda y despierta al comendador, y dile todo menos el ataque del torreón.

                          «¡Ah!, ¡conque él mismo viene a caer bajo mi espada!» -dijo hablando entre sí, no bien salió Millán-. «¡Cielos divinos!, ¡dejadle llegar sano y salvo hasta mí! Dadle si es menester las alas del águila y la ligereza del gamo.»

                          A la mañana siguiente volvieron los enemigos a ocupar sus antiguas posiciones, y comenzaron los trabajos de sitio que con tanta sangre habían regado no hacía mucho tiempo. En esto pasaron todo el día con grande indiferencia de los templarios que veían todavía lejano el momento decisivo. Al otro día, sin embargo, muy temprano comenzó a sentirse grande agitación en el campo sitiador, y a oírse el tañido de gaitas, trompetas y tamboriles. En todo el Bierzo son las nieblas bastante frecuentes por la proximidad de las montañas y la abundancia de los ríos, y la que aquel día envolvía los precipicios y laderas de Cornatel era densísima. Así pues, hasta que los sitiadores se acercaron a los adarves no pudo distinguir Saldaña el buen orden con que venían adelantándose contra el castillo y que no dejó de inspirarle algunos temores. La misma nube de tiradores que en el anterior asalto poblaba el aire de flechas; pero al mismo tiempo buen número de soldados mejor armados, con una especie de muralla portátil de tablones, revestida de cueros mojados para evitar el fuego de la vez pasada avanzaba lentamente hacia el foso. Detrás de aquel ingenioso resguardo venían, amén de los que lo conducían, otra porción de soldados con azadones y palas; y por encima de él se veían asomar las extremidades de una porción de escalas cargadas en hombros de otros. Saldaña comprendió al punto cuál podía ser el intento de los enemigos, que sin duda, al abrigo de aquella máquina, imaginaban cegar el foso, aplicando las escalas enseguida por varias partes a un tiempo, y prevaliéndose de su número, dar tantas embestidas a la vez que, dividiendo las fuerzas de los sitiados, hiciesen imposible una defensa simultánea y vigorosa. Contra una acometida imaginada con tanta habilidad, sólo un recurso se le ocurrió al anciano comendador, una salida repentina y terrible que pudiese desconcertar a los sitiadores.

                          -¿Dónde está don Álvaro? -preguntó mirando en derredor suyo.

                          -En la barbacana me parece haberle visto entrar -respondió el caballero Carvajal.

                          -Pues entonces id y decidle que tenga toda la gente a punto para salir contra el enemigo, y que la señal se le dará como la otra vez, con la campana del castillo.

                          Carvajal salió a dar las órdenes del comendador, pero como pueden suponer nuestros lectores, don Álvaro no estaba allí, sino como un águila encaramada en un risco, acechando la llegada de los enemigos, y muy especialmente la del conde.

                          La extraña configuración del terreno a que desde luego tuvo que sujetarse la fortificación imposibilitada de dominarla, prolonga extraordinariamente el castillo de ocaso a naciente. La niebla que tanto favorecía los pensamientos y propósitos del de Lemus, encubriendo su peligroso asalto, no favorecía menos a don Álvaro, que en aquel ángulo tan apartado desaparecía bajo su velo de las miradas de los suyos. El torreón, edificado en un peñasco saliente, forma una especie de rombo de pocos pies cuadrados, y comunica con el resto de la fortaleza por una estrecha garganta franqueada por dos terribles despeñaderos. En este tan reducido espacio, sin embargo, iba a decidirse la suerte de dos personas igualmente ilustres por su prosapia, sus riquezas y su valor, pero de todo punto diferentes a más no poder por prendas morales y sentimientos caballerescos.

                          Aunque lo opaco de la niebla robaba a don Álvaro y a su fiel escudero de la vista de sus enemigos, con todo, para mejor asegurar el golpe, ambos se tendieron en el suelo a raíz de las almenas. Reinaba gran calma en la atmósfera y los pesados vapores que la llenaban transmitían fielmente todos los sonidos, de modo que Millán y su amo iban oyendo el ruido de los ganchos de hierro que los enemigos más delanteros iban fijando en las peñas para facilitar la subida de los demás con cuerdas, y las instrucciones que a media voz y con recato les iban dando a medida que trepaban. La voz sonora de Andrade, por mucho cuidado que en apagarla ponía, sobresalía entre todas, y como era el que abría aquella marcha singular y atrevida, por ella calculaba don Álvaro la distancia que todavía los separaba de los enemigos. Por fin la voz se oyó muy cerca, y como enseguida calló y no se percibió más ruido que uno como de gente que después de subir trabajosamente llega a un terreno en que puede ponerse en pie, el señor de Bembibre conjeturó, fundadamente, que el conde y Cosme Andrade con sus montañeses estaban ya en la pequeña explanada que forma la peña misma de la muralla, poco elevada en aquel sitio. El momento decisivo había llegado ya.

                          Al cabo de breves minutos dos ganchos de hierro atados en el extremo de una escala de cuerda cada uno cayeron dentro de la plataforma en que estaba don Álvaro y se agarraron fuertemente a las almenas.

                          -¿Está seguro? -preguntó desde abajo una voz que hizo estremecer a don Álvaro.

                          -Seguro como si fuera la escalera principal de vuestro castillo de Monforte -replicó Andrade-, bien podéis subir sin cuidado.

                          No bien habían dejado de oírse estas palabras cuando aparecieron sobre las almenas de un lado el determinado Andrade, y por el otro el conde. Millán entonces se levantó del suelo con un rápido salto y dando un empellón al descuidado montañés le derribó de las murallas.

                          -¡Virgen santísima, váleme! -dijo el infeliz cayendo por el tremendo derrumbadero, mientras los suyos acompañaban su caída con un grito de horror.

                          Millán, bien prevenido de antemano, desenganchó las cuerdas y las recogió en un abrir y cerrar de ojos. El conde, temeroso de sufrir la misma suerte que Andrade, se apresuró a saltar dentro del torreón, y Millán entonces recogió su escala del mismo modo y con igual presteza. Enseguida comenzó a tirar a plomo sobre los montañeses, poseídos de terror con la caída de su jefe, enormes piedras de que no podían defenderse apiñados en aquel reducido espacio y a raíz misma del muro, visto lo cual todos tomaron la fuga dando espantosos alaridos y despeñándose algunos con la precipitación.

                          Quedáronse, por lo tanto, solos aquellos dos hombres poseídos de un resentimiento mortal y recíproco. Por uno de aquellos accidentes atmosféricos frecuentes en los terrenos montañosos, una ráfaga terrible de viento que se desgajó de las rocas negruzcas de Ferradillo, comenzó a barrer aceleradamente la niebla, y algunos rayos pálidos del sol empezaron a iluminar la explanada del torreón. Como don Álvaro y su escudero tenían cubiertos los rostros con las viseras, el conde les miraba atentamente, como queriendo descubrir sus facciones.

                          -Soy yo, conde de Lemus -le dijo don Álvaro sosegadamente descubriéndose.

                          La ira y el despecho de verse así cogido en su propio lazo colorearon vivamente el semblante del conde, que mirando al señor de Bembibre con ojos encendidos le respondió:

                          -El corazón me lo decía y me alegro de que no se desmienta su voz. Sois dos contra mí solo y probablemente otros acudirán a vuestra señal; la hazaña es digna de vos.

                          -¿Nunca acabaréis de medir la distancia que separa la ruindad de la hidalguía? -le contestó don Álvaro con una sonrisa en que el desdén y desprecio eran tales que rayaban en compasión-. Millán, vuélvete allá dentro.

                          El escudero comenzó a mirar al conde fieramente, y no mostraba gran prisa por obedecer.

                          -¡Cómo así, villano! -le dijo don Álvaro encendido de cólera-, parte de aquí al punto y cuenta conque te arrancaré la lengua si una sola palabra se te escapa.

                          El pobre Millán, aunque muy mohíno y volviendo la cabeza hacia atrás, no tuvo más remedio que apartarse de allí. Este nuevo alarde de generosidad que tanto humillaba al conde sólo sirvió para encandecer más y más su altanería y soberbia. Sobrado claro veía que su vida había estado a merced de su caballeroso enemigo al poner el pie en aquel recinto fatal, y por de pronto en bizarría y nobleza ya estaba vencido. Corrido pues, tanto como sañudo, dijo a don Álvaro desenvainando la espada:

                          -Tiempo es ya de que ventilemos nuestra querella, que sólo con la muerte de uno de los dos podrá acallarse.

                          -No diréis que os he estorbado el paso -contestó él ahora que no soy sino soldado del Temple y he renunciado a mis derechos de señor independiente, no me abochorna el igualarme con vos en esta singular batalla.

                          El de Lemus, sin aguardar a más y rugiendo como un león, arremetió a don Álvaro que le recibió con aquella serenidad y reposado valor que viene de un corazón hidalgo y de una conciencia satisfecha. Estaba el conde armado a la ligera, como convenía a la expedición que acababa de emprender, pero esto mismo le daba sobre su contrario la ventaja de la prontitud y rapidez en los movimientos; don Álvaro, armado de punta en blanco, no podía acosarle con el ahínco necesario, pero como el campo era tan estrecho, poco tardó en alcanzarle al conde un tajo en la cabeza, del cual no pudo defenderle el delgado aunque fino capacete de acero que la cubría, y que de consiguiente dio con él en tierra. Don Álvaro se arrojó sobre él al punto y le dirigió la espada a la garganta.

                          -¡Ah traidor! -dijo el conde con la voz ahogada por la rabia-, peleas mejorado en las armas y por eso me vences.

                          Don Álvaro apartó al punto su espada y desenlazando el yelmo, y arrojando el escudo, le dijo:

                          -Razón tenéis; ahora estamos iguales.

                          El conde, más aturdido que herido, se levantó al punto y de nuevo comenzó la batalla encarnizadamente.

                          Todo esto sucedía mientras el grueso de las fuerzas sitiadoras se acercaban al castillo en los términos que dijimos, y el comendador enviaba sus órdenes a don Álvaro con el caballero Carvajal. Poco tardó el caballero en volver diciendo que don Álvaro no había parecido por la barbacana. El comendador estaba notando con extrañeza la flojedad con que los enemigos continuaban en su bien comenzado ataque, cuando recibió esta inesperada respuesta.

                          -¿Dónde está, pues? -exclamó con ansiedad.

                          Entonces se presentó como un relámpago a su imaginación la idea de que la arremetida conocidamente falsa de los enemigos podría tener relación con la impensada ausencia de su ahijado. La última ráfaga de viento arrebató en aquel instante los vapores que todavía quedaban hacia la parte oriental del castillo, y la plataforma quedó iluminada con los rayos resplandecientes y purísimos del sol. Apenas la divisó el cuerpo sitiador, cuando un grito de consternación se levantó de sus filas, porque en lugar de verla coronada con sus montañeses, sólo alcanzaron a ver a su caudillo en poder de los enemigos y peleando con uno de ellos. Al grito volvió el comendador la cabeza y lo primero que hirió sus ojos fue el resplandor movible y continuo que despedían las armas heridas por el sol. Comprendió al punto lo que podía ser, y dijo en voz alta:

                          -Síganme doce caballeros y los demás quédense en la muralla -y con una celeridad increíble en sus años, corrió al sitio del combate acompañado de los doce.

                          -Don Álvaro -le gritó desde la estrecha garganta que separaba el torreón del castillo-; detenéos en nombre de la obediencia que me debéis.

                          El joven volvió la cabeza como un tigre a quien arrebatan su presa, pero sin embargo se detuvo.

                          -Don Álvaro -le dijo de nuevo Saldaña en cuanto llegó-, este asunto no es vuestro, sino de la orden, y yo que la represento aquí, lo tomo a mi cargo. Conde de Lemus, defendeos.

                          -Yo también soy templario -repuso don Álvaro que apenas acertaba a reprimir la cólera-. Yo he comenzado esta batalla y yo la acabaré a despecho del mundo entero.

                          El comendador, conociendo que la cólera le sacaba de quicio, hizo una seña; echándose sobre él seis caballeros, le sujetaron y lo apartaron de allí en medio de sus esfuerzos, amenazas y denuestos.

                          -Por fin sois nuestro, mal caballero -dijo al conde-, veremos si ahora os valen vuestras cábalas y calumnias.

                          -Todavía no lo soy -respondió él desdeñosamente-. Cara os ha de costar mi vida, porque no quiero rendirme.

                          -De nada os serviría -replicó el comendador con torcido rostro-. Sin embargo, conmigo sólo habéis de pelear, y si la victoria os corona, estos caballeros respetarán vuestra persona.

                          Algunos de ellos quisieron interrumpirle, pero el anciano los acalló al punto.

                          -Nada quiero de vosotros -replicó el conde con arrogancia-, mientras me dure el aliento no cesará mi brazo de moverse en vuestro daño. Sólo me duele pelear con un vicio cuitado.

                          -No hace mucho que huisteis de él -le dijo el comendador.

                          -Mentís -contestó el conde con una voz ronca y con ojos como ascuas, y sin más palabras comenzó de nuevo el combate.

                          Los sitiadores, llenos de ansiedad por la suerte del conde, se habían corrido por su derecha, y divididos del lugar de la pelea por el despeñadero asistían como espectadores ociosos al desenlace de aquel terrible drama. Don Alonso, que en la ausencia de su yerno mandaba aquellas fuerzas, encaramado sobre una roca, parecía tener el alma pendiente de un hilo.

                          Por grande que fuese el poder del brazo de Saldaña, como el conde le sobrepujaba en agilidad y soltura, apenas le alcanzaban sus golpes. Encontrando, sin embargo, una vez al anciano mal reparado le tiró un furioso revés que, a no haberlo evitado rápidamente, hubiera dado fin al encuentro; pero así, la espada del conde fue a dar en la muralla y allí saltó hecha pedazos, dejándole completamente desarmado. En tan apurado trance no le quedó más recurso que arrojarse al comendador antes de que se recobrase, y trabar con él una lucha brazo a brazo, para ver de arrojarle al suelo y allí rematarle con su puñal. Este expediente, sin embargo, tenía más de desesperado que de otra cosa, porque el viejo era mucho más robusto y fornido. Así fue, que sin desconcertarse por la súbita acometida, aferró al conde de tal modo que casi le quitó el aliento, y alzándole enseguida entre sus brazos, dio con él en tierra tan tremendo golpe, que tropezando la cabeza en una piedra perdió totalmente el sentido. Asióle entonces por el cinto el inexorable viejo, y subiéndose sobre una almena y levantando su voz que parecía el eco de un torrente en medio del terrorífico silencio que reinaba, dijo a los sitiadores:

                          -¡Ahí tenéis a vuestro noble y honrado señor!

                          Y diciendo esto lo lanzó como pudiera un pequeño canto en el abismo que debajo de sus pies se extendía. El desgraciado se detuvo un poco en su caída, porque su ropilla se prendió momentáneamente en un matorral de encina, pero doblado éste, continuó rodando cada vez con más celeridad, hasta que, por fin, ensangrentado, horriblemente mutilado y casi sin figura humana fue a parar en el riachuelo del fondo.

                          Un alarido espantoso se levantó entre sus vasallos helados de terror a vista de tan trágico suceso. Todos siguieron con los cabellos erizados y desencajados los ojos el cuerpo de su señor en sus horribles tumbos, hasta que lo vieron parar en lo más profundo del derrumbadero. Entonces los que más obligados tenía con sus beneficios y larguezas, rompieron unos en lamentos, y otros profiriendo imprecaciones y amenazas, quisieron ir contra el castillo y embestirlo a viva fuerza. Don Alonso, que a despecho de todas sus quejas y sinsabores, había visto con grandísimo dolor el fin de aquel poderoso de la tierra, no por eso olvidó sus deberes de capitán. Recogiendo pues, su gente con buen orden y levantando el sitio con todos sus aprestos bélicos, volvió al campo atrincherado de las Médulas resuelto a entablar medios puramente pacíficos y templados con aquellos guerreros altivos y valerosos que no se hubieran avenido en tiempo alguno a las injustas pretensiones del conde. Por violenta que le pareciese la conducta del comendador, no dejaba de conocer los atroces agravios que la orden había sufrido del difunto y los ruines medios de que había echado mano para dañarla y socavar su crédito. Así pues, envió un mensaje al comendador, comedido y caballeroso, manifestándole su deseo de que amigablemente se arreglasen aquellas lastimosas diferencias, y al punto recibió una respuesta cortés y cordial, en que Saldaña le encarecía el gran consuelo que era para ellos tenerle por mediador en la desgracia que les amenazaba. Concluía rogándole que pasase a habitar el castillo, donde sería recibido con todo el respeto debido a sus años, carácter y nobleza.

                          Comenzados los tratos que podían dar una solución honrosa a tan inútil contienda, don Alonso envió los restos mortales de su yerno al panteón de sus mayores en Galicia. Los cabreireses que habían bajado de su peligrosa expedición, recogieron su cadáver a la orilla del riachuelo, y en unas andas hechas de ramas le subieron con gran llanto al real. Desde allí se volvieron a Cabrera con el valiente Cosme Andrade que no había muerto, como presumirán nuestros lectores, de su caída, porque unas matas protectoras le tuvieron colgado sobre el abismo de donde a sus gritos le echaron unas cuerdas los del castillo con las que se ató y pudieron subirle. Así y todo, no salió sin señales, porque se rompió un brazo y sacó bastantes contusiones y arañazos. Hecha, pues, la primera cura, se partió con los suyos más agradecido que nunca de los templarios, y deseoso de probárselo en la primera ocasión.

                          El pecho del buen cabreirés era terreno excelente para quien quisiera sembrar en él beneficios y finezas.

                          Por lo que hace al conde, poco tardó también en partir su cadáver depositado en un ataúd cubierto con paños de tartarí negro con franjas de oro. Sus deudos y vasallos le acompañaban con las picas vueltas y los pendoncillos arrastrando. Así atravesaron parte de sus estados, donde lejos de ser sentida su muerte, sólo el temor detenía la alegría que generalmente se asomaba a los semblantes.

                          Tal fue el fin de aquel hombre notable por su ingenio, su valor y su grandeza, pero que, por desgracia, convirtió todos estos dones en daño de su fama, y sólo usó de su poder para hacerle aborrecible, contrariando así su más noble y natural destino.