Capítulo XX
Nuestros lectores nos perdonarán si les obligamos a deshacer un poco de camino para que se enteren del modo con que se prepararon y acontecieron los extraños sucesos a que acaban de asistir. Muévenos a ello no sólo el deseo de darles a conocer esta verdadera historia, sino el justo desagravio de un caballero que, sin duda, les merecerá mala opinión, y que, sin embargo, no estaba tan desnudo de todo buen sentimiento, como tal vez se figuran. Este caballero era don Juan Núñez de Lara.
Quienquiera que vea su propensión a la rebelión y desasosiego, su amistad con el infante don Juan, y su desagradecimiento a los favores y mercedes del rey, fácilmente se inclinará a creer que semejantes cualidades serían bastantes para sofocar cuantos buenos gérmenes pudiesen abrigarse en su alma, sin embargo, no era así don Juan Núñez: revoltoso, tenaz y desasosegado, no había faltado, a pesar de todo, a las leyes sagradas del honor y de la caballería. Así fue que cuando don Álvaro cayó en sus manos, ya vimos la cortesía con que comenzó a tratarle y el agasajo con que fue recibido en su castillo de Tordehumos; sobrevinieron a poco las pláticas con el infante, sobre las bulas de Bonifacio, a propósito del enjuiciamiento de los templarios, y allí determinó el pérfido y antiguo maquinador a don Juan Núñez a separar de una manera o de otra a don Álvaro de la alianza de los caballeros, bien persuadidos ambos de que su causa recibiría un doloroso golpe, especialmente en el Bierzo. Bien hubiera querido el infante que el tósigo o el puñal le desembarazasen de tan terrible enemigo; pero su ligera indicación encontró tal acogida que ya vimos a don Juan Núñez sacar la espada para dar la respuesta. Por lo tanto, hubo de recoger velas con su astucia acostumbrada, y aun así lo único que alcanzó fue que diesen al señor de Bembibre un narcótico con el cual pasase por muerto, y que entonces lo aprisionasen estrecha y cautelosamente hasta que, roto y vencido el enemigo común, pudiese volver a la luz un caballero tan valeroso y afamado.
Buen cuidado tuvo el pérfido don Juan de ocultarle la segunda parte de su trama infernal, pues sobrado conocía que si Lara llegaba a columbrar que se trataba de hacer violencia a una dama como doña Beatriz, al momento mismo y sin ningún género de rescate hubiera soltado a don Álvaro para que con su espada cortase los hilos de tan vil intriga. Así pues, con el color del público bien se decidió don Juan Núñez a una acción que tan amargos resultados debía producirle más adelante; pero, sin embargo, no se resolvió del todo, sin intentar antes los medios de la persuasión, más por satisfacerse a sí propio que con la esperanza de coger fruto. El resultado de sus esfuerzos fue el que vimos; y en la misma noche Ben Simuel preparó un filtro con que todas las funciones vitales de don Álvaro se paralizaron completamente. En tal estado entró por una puerta falsa, y desgarrando los vendajes de don Álvaro y regando la cama con sangre preparada al intento, facilitó la escena que ya presenciamos y que tanto afligió al buen Millán, desasosegando también al principio al mismo Lara con la tremenda semejanza de la muerte. Nada, pues, más natural que su resistencia a soltar el supuesto cadáver que en la noche después de sus exequias fue trasladado por don Juan y su físico a un calabozo muy hondo que caía bajo uno de los torreones angulares, el menos frecuentado del castillo. Allí le sujetaron fuertemente y le dejaron sólo para que al recobrar el uso de sus sentidos no recibiese más impresiones que las que menos daño le trajesen en medio de la debilidad producida por un tan largo parasismo.
Don Álvaro volvió en sí muy lentamente, y tardó largo espacio de tiempo en conocer el estado a que le habían reducido. Vio la oscuridad que le rodeaba, pero pensó que sería de noche, pero luego, al hacer un movimiento, sintió los grillos y esposas que le sujetaban pies y manos, y al punto cayó en la cuenta de su situación. Sin embargo, con la ayuda de un rayo de luz que penetraba por un angosto y altísimo respiradero abierto oblicuamente en la pared, vio que su cama era muy rica y blanda, y algunos taburetes y sitiales que había por allí esparcidos contrastaban extrañamente con la desnudez de las paredes y la lobreguez del sitio. Sus heridas estaban vendadas con el mayor cuidado, y en un poyo cerca de la cama había preparada una copa de plata con una bebida aromática. La estrechez a que lo reducían, junto con unas atenciones tan prolijas, era una especie de contradicción propia para desconcertar una imaginación más entera y reposada que la suya.
Entonces un ruido de pasos que se sentía cerca y que parecían bajar una empinada escalera de caracol vino a sacarle de sus desvaríos. Abrieron una cerradura, descorrieron dos o tres cerrojos, y por fin entraron por la puerta dos personas, en quienes, a pesar de su debilidad, reconoció al instante a Lara y al rabino, su físico. Traía el primero en la mano una lámpara y un manojo de llaves; y el segundo una salvilla con bebidas, refrescos y algunas conservas. Don Juan entonces se acercó al prisionero con visible empacho y le dijo:
-Don Álvaro, sin duda os maravillará cuanto por vos está pasando; pero la salud de Castilla lo exige así y no me ha sido dable obrar de otra manera. Sin embargo, una sola palabra vuestra os volverá la libertad; renunciad a la alianza del Temple y sois dueño de vuestra persona. De otra suerte, no saldréis de aquí, porque sabed que estáis muerto para todo el mundo, menos para Ben Simuel y para mí.
Como don Álvaro había perdido la memoria del día anterior a causa de su debilidad, no dejó de recibir sorpresa al ver entrar a Lara y a su físico; pero entonces todo lo percibió de una sola ojeada, y con aquel sacudimiento recobró parte de su energía y fortaleza. Así pues, respondió a don Juan:
-No es este el modo de tratar a los caballeros como yo, que en todo son vuestros iguales, menos en la ventura, y mucho menos el de arrancarme un consentimiento que me deshonraría. De todo ello, don Juan Núñez, me daréis cuenta, a pie o a caballo, en cuanto mi prisión se acabe.
-En eso no hay que dudar -respondió Lara con sosiego-; pero mientras tanto quisiera proceder como quien soy con vos y haceros más llevaderos los males de esta prisión, que sólo la fuerza de las circunstancias me obligan a imponeros. Dadme, pues, vuestra palabra de caballero de que no intentaréis salir de este encierro, mientras yo no os diere libertad o mientras a viva fuerza o por capitulación mía, no tomasen este castillo.
Don Álvaro se quedó pensativo un rato al cabo del cual respondió:
-Os la doy.
Lara entonces le soltó grillos y esposas y además le entregó las llaves del calabozo diciéndole:
-En caso de asalto, tal vez no podría yo librar vuestra vida de los horrores del incendio y del pillaje; por eso pongo vuestra seguridad en vuestras manos. Por lo demás, quisiera saber si algo necesitáis para complaceros al punto.
Don Álvaro le dio las gracias repitiendo, no obstante, su reto.
A la visita siguiente Lara trajo sus armas al preso diciéndole que el cerco se iba estrechando, y que, si llegaban a dar el asalto, allí le dejaba con qué defenderse de los desmanes enemigos. Esta nueva prueba de confianza dejó muy obligado a don Álvaro que, por otra parte, se veía regalado y agasajado de mil modos, restablecido ya de sus heridas.
Cuando se obligó a no intentar su evasión por ningún camino hízole titubear un poco la memoria de doña Beatriz que a tantos peligros y maquinaciones dejaba expuesta; pero la fe ciega que en ella tenía depositada disipó todos sus recelos. En cuanto a la ayuda que pudiera proporcionar a su tío el maestre y a sus caballeros, la tenía él en su modestia por de poco valer, y como, por otra parte, los había dejado dueños de su castillo, no le afligía tanto por este lado el verse aherrojado de aquella suerte. Últimamente, como don Juan había incluido en las condiciones su única esperanza racional, que era la de que el res, echase de Tordehumos a su castellano de grado o por fuerza, no encontró reparo en ligarse de tan solemne manera.
Comoquiera, por más que tuviese a menos la queja y se desdeñase de pedir merced, no por eso dejaba de suspirar en el hondo de su pecho por los collados del Boeza y las cordilleras de Noceda, donde tan a menudo solía fatigar al colmilludo jabalí, al terrible oso y al corzo volador. Acostumbrado al aire puro de sus nativas praderas y montañas, inclinado por índole natural a vagar sin objeto los días enteros a la orilla de los precipicios, en los valles más escondidos y en las cimas más enriscadas, a ver salir el sol, asomar la luna y amortiguarse con el alba las estrellas, el aire de la prisión se le hacía insoportable y fétido, y su juventud se marchitaba como una planta roída por un gusano oculto. Por la noche veía correr en sueños todos los ríos frescos y murmuradores de su pintoresco país, coronados de fresnos, chopos y mimbreras que se mecían graciosamente al soplo de los vientos apacibles, y allá, a lo lejos, una mujer vestida de blanco, unas veces radiante como un meteoro, pálida y triste otras como el crepúsculo de un día lluvioso, cruzaba por entre las arboledas que rodeaban un solitario monasterio. Aquella mujer, joven y hermosa siempre, tenía la semejanza y el suave contorno de doña Beatriz, pero nunca acertaba a distinguir claramente sus facciones. Entonces solía arrojarse de la cama para seguirla, y al tropezar con las paredes de su calabozo todas sus apariciones de gloria se trocaban en la amarga realidad que le cercaba.
Con semejante lucha, que su altivez le obligaba a ocultar y, que por lo mismo se hacía cada vez más penosa, su semblante había ya perdido el vivo colorido de la salud, y Ben Simuel, que conocía la insuficiencia de toda su habilidad para curar esta clase de dolencias, sólo se limitaba a consejos y proverbios sacados de la Escritura que no dejaban de hacer impresión en el ánimo de don Álvaro, naturalmente dado a la contemplación. Don Juan Núñez no parecía sino que empeñado mal su grado en tan odiosa demanda, quería borrar su conducta a fuerza de atenciones y de obsequios, tales por lo menos como eran compatibles con tan violento estado de cosas.
Continuaba el sitio, entre tanto, con bastante apremio de los sitiados, pues el rey no pensaba en cejar de su empeño hasta reducir a su rebelde vasallo. A no pocos señores deudos y aliados de Lara pesábales de tanto tesón, y en los demás el miedo de ver crecer la autoridad real a costa de sus fueros y regalías entibiaba de todo punto la voluntad; pero de todos modos, nadie hasta entonces había desamparado los reales.
Un día, poco antes de amanecer, despertaron a don Álvaro el galope y relincho de los caballos, el clamoreo de trompetas y tambores, la gritería de la guarnición y de la gente de afuera, el crujir de las cadenas de los puentes levadizos, los pasos y carreras de los hombres de armas y ballesteros y, finalmente, un tumulto grandísimo dentro y fuera del castillo. Por último, las voces, la confusión y estruendo se oyeron en los patios interiores de la fortaleza, y don Álvaro, que creyendo trabado el combate iba ya a echar mano a sus armas, se mantuvo a raya no poco sorprendido de no oír el martilleo de las armas, los lamentos e imprecaciones del combate y aquella clase de desorden temeroso y terrible que nunca deja de introducirse en un puesto ganado por asalto. Las voces, por el contrario, parecían ser de concordia y alegría, y al poco rato ya no se oyó más que aquel sordo murmullo que nunca deja de desprenderse de un gran gentío. De todo esto coligió don Álvaro que sin duda don Juan había hecho con el rey algún concierto honroso, y que sus huestes habían entrado amigablemente y de paz en la fortaleza. Causóle gran alegría semejante idea y con viva impaciencia se puso a aguardar la visita de cualquiera de sus dos alcaides paseándose por su calabozo apresuradamente. Poco tardó en satisfacerse su anhelo, porque en cuanto fue de día claro, entró don Juan Núñez en la prisión con el rostro radiante de júbilo y orgullo, y el continente de un hombre que triunfa de las dificultades, a fuerza de perseverancia s, arrojo.
-No, no es el linaje de los Laras el que sucumbirá delante de un rey, de Castilla; no está ya en su mano apretarme en Tordehumos, ni aun parar delante de sus murallas dentro de algún tiempo. Ahora aprenderá a su costa ese rey mozo y mal aconsejado a no despreciar sus ricos hombres, que valen tanto como él.
Estas fueron las primeras palabras que se virtieron de la plenitud de aquel corazón soberbio, y que al punto dieron en tierra con los vanos pensamientos y esperanzas de don Álvaro. Lara, vuelto en sí de aquel arrebato de gozo y viendo nublarse la frente de su prisionero, se arrepintió de su ligereza, y le dio mil excusas delicadas y corteses de haberle anunciado de aquella manera una nueva que naturalmente debía contristarle.
Rogóle entonces don Álvaro que le contase el fundamento de su orgullosa alegría, que era el haberse pasado a sus banderas don Pedro Ponce de León, y don Hernán Ruiz de Saldaña, no menos solicitados de la amistad que tenían con él asentada que enojados de lo largo del sitio y de la pertinacia del rey. Con esta deserción quedaba tan enflaquecido el ejército real y tan pujante don Juan Núñez, que por fuerza tendría que avenirse el monarca al rigor de las circunstancias y aceptar las condiciones de su afortunado vasallo. Don Juan contó también a su prisionero la mala voluntad y encono que en toda España se iba concitando contra los templarios, y que sólo esperaba el rey a salir de aquella empresa para despojarles de todas sus haciendas y castillos, que todavía no habían querido entregar.
-¿Y es posible -exclamó el último- que un caballero como vos se aparte así de sus hermanos sólo por defender una causa de todos desahuciada?
-Ya os lo dije otra vez -respondió don Álvaro con enojo-, el mundo entero no me apartará del sendero del honor; pero vos, os lo repito, encontraréis tal vez algún día en la punta de mi lanza el premio de esta prisión inicua e injusta que me hacéis sufrir.
-Si muero a vuestras manos -contestó Lara con templanza-, no me deshonrará muerte semejante; pero por extraña que os parezca mi conducta, harto más negra se mostraría a mis ojos si no atara ese brazo que tanto había de sostener esa casa de indignidad y reprobación.
Diciendo esto cerró la puerta y desapareció. ¿Estaba realmente convencido de la culpabilidad de los templarios, o no eran sus palabras sino el fruto de la ambición y de la política? Ambas cosas se disputaban el dominio de su entendimiento, pues aunque su ambición era grande y su educación no le permitía acoger las groseras creencias del vulgo, al cabo tampoco sabía elevarse sobre el nivel de una época ignorante y grosera, que acogía las calumnias levantadas al Temple con tanta mayor facilidad cuanto más torpes y monstruosas se presentaban.
Puede decirse que entonces fue cuando, deshecha su última esperanza, empezó don Álvaro a sentir todos los rigores de su prisión. El conflicto en que según todas las apariencias iba a verse don Rodrigo, su tío, espoleaba los ardientes deseos que de acudir en su socorro siempre tuvo, y últimamente llegó a pensar con cuidado en las asechanzas que durante su incomunicación absoluta con el mundo de afuera pudieran armarse a doña Beatriz. En su mano estaban las llaves de su prisión, colgadas en la pared su armadura y espada, pero harto más le custodiaban y aprisionaban que con todos los cerrojos y guardianes del mundo. Sin embargo, más de una vez maldijo la ligereza con que había empeñado su fe, pues a no ser por ella, aún sujeto y aherrojado, tal vez hubiera podido hacer en provecho de su libertad lo que ahora ni siquiera de lejos se ocurría a su alma pura y caballerosa. Con tantas contrariedades y sinsabores, sus fuerzas cada vez iban a menos, en términos que Ben Simuel llegó a concebir serios temores, caso que aquella reclusión se dilatase por algún tiempo.