de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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      Como ganar amigos e influir sobre las personas.
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                          s2t2 - 19 C XIX - Como presumirán nuestros lectores

                          Capítulo XIX

                          Como presumirán nuestros lectores, el necio apuro del caballerizo era la causa de este desagradable accidente, pues en cuanto se despidió de los forasteros, echó a correr a la casa, esparciendo una alarma que ninguna clase de fundamento tenía. Por casualidad, el conde y su suegro, a quienes no se esperaba aquel día, habían dado la vuelta impensadamente y encontrando sus gentes un poco azoradas y en disposición de acudir al soñado riesgo de su señora, se encaminaron allá con ellos, un poco recelosos por su parte, pues la guerra implacable y poco generosa que hacían a los templarios en la opinión, y los preparativos de todo género en que no cesaban un punto, les daban a temer cualquier venganza o represalias.

                          Cuando don Álvaro y el comendador sintieron ya cerca el tropel, como de común acuerdo se calaron la celada, y como dos estatuas de bronce aguardaron la llegada. El primero que asomó su ancha carota y su cuerpo de costal fue el buen Mendo que, muy pagado de su papel, no quería ceder a nadie la delantera. Venía todo sofocado y sin aliento, y sudando por cada pelo una gota.

                          -¡Martina! ¡Martina! -dijo en cuanto llegó-; ¿y el ama qué han hecho de ella?...

                          La muchacha le señaló a doña Beatriz con el dedo y le dijo en voz baja con cólera:

                          -¡Desgraciado y necio de ti!, ¿qué es lo que has hecho?

                          En tanto llegaron todos, y mientras don Alonso y su yerno se encaraban con los forasteros, sus criados se fueron extendiendo en corro alrededor de ellos, contenidos y enfrentados por su actitud imponente y reposada. Adelantóse el conde entonces con su altanera cortesía, y dirigiéndose al de las armas negras, le dijo:

                          -¿Me perdonaréis, caballero, que os pregunte el motivo de tan extraña visita y os ruegue que me descubráis vuestro nombre y semblante?

                          -Soy -respondió él levantando la visera- don Álvaro Yáñez, señor de Bembibre, y venía a reclamar a doña Beatriz Ossorio el cumplimiento de una palabra ya hace algún tiempo empeñada.

                          -¡Don Álvaro! -exclamaron a un tiempo los dos, aunque con distinto acento y expresión, porque la exclamación del de Arganza revelaba el candor y la sinceridad de su asombro, al paso que la del conde manifestaba a un tiempo despecho, asombro, vergüenza y humillación. Había dado dos pasos atrás, y desconcertado y trémulo añadió-: ¡Vos aquí!

                          -¿Os sobrecoge mi venida? -contestó don Álvaro con sarcasmo-, no me maravilla, a fe; vos contabais con que la muerte, o la vejez por lo menos, me cogiese en el calabozo que me dispuso vuestra solicitud y la de vuestro amigo el generoso infante don Juan, ¿no es verdad?

                          -¡Ah, don Juan Núñez! -murmuró el conde en voz baja, víctima todavía de su sorpresa.

                          -¿Todavía os quejáis de él?-contestó don Álvaro con el mismo tono irónico-. Ingrato sois, por vida mía, porque en los seis meses que ha durado mi sepultura, me han dicho que habíais alcanzado el logro de vuestros afanes y casádoos con doña Beatriz; de manera que siendo ya tan poderoso, y destruidos los templarios, casi podíais coronaros por rey de Galicia. Sin embargo, si he llegado antes de tiempo y en ello os doy pesar, me volveré a mi deleitoso palacio hasta que para salir me vaya orden vuestra. ¿Qué no haré yo por grangearme la voluntad de un caballero tan cumplido con los caídos, tan generoso con los fuertes, tan franco y tan leal?

                          Don Alonso y su hija, como si asistiesen a un espectáculo del otro mundo, estaban escuchando mudos y turbados estas palabras con que comenzaban a distinguir el cúmulo de horrores y perfidias que formaban el nudo de aquel lamentable drama. Por fin, don Alonso, dando treguas al tumulto de sensaciones que se levantaba en su pecho, dijo al conde:

                          -¿Es cierto lo que cuenta don Álvaro? Porque no os habéis asustado al verle, sino de verle aquí; ¿es cierto que yo, mi hija, y todos nosotros somos juguetes de una trama infernal?

                          El conde irritado ya con la ironía de don Álvaro, sintió renacer su orgullo y altanería, viéndose de esta suerte interrogado:

                          -De mis acciones a nadie tengo que responder en este mundo -contestó con ceño el señor de Arganza-. En cuanto a vos, señor de Bembibre, declaro que mentís como villano y mal nacido que sois. ¿Quién sale garante de vuestras mal urdidas calumnias?

                          -En este sitio yo -respondió el comendador descubriendo su venerable y arrugado rostro-; en Castilla don Juan de Lara, y en todas partes y delante de los tribunales del rey estos papeles -añadió, mostrando unos que se encerraban en una cartera.

                          -¡Ah, traidor! -exclamó el conde desenvainando la espada y yéndose para don Álvaro-; aquí mismo voy a lavar mi afrenta con tu sangre. Defiéndete.

                          -Deteneos, conde -le replicó don Alonso metiéndose por medio-, estos caballeros están en mi casa y bajo el fuero de la hospitalidad. Además, no es esta injuria que se lave con un reto oscuro, sino que debéis pedir campo al rey en presencia de todos los ricos hombres de Castilla y limpiar vuestra honra harto oscurecida, por desgracia.

                          -Debéis pensar también -replicó gravemente don Álvaro- que el presente es caso de menos valer, y que habiendo descendido con vuestro atentado a la clase de pechero, ni sois ya mi igual ni puedo medirme con vos.

                          -Esta bien -replicó el conde, conozco vuestro ardid, pero eso no os valdrá. ¡Ah, valerosos vasallos! -continuó, volviéndose al grupo-, atadme al punto a esos embaidores como rebeldes y traidores al rey don Fernando de Castilla; señor de Bembibre, comendador Saldaña, presos sois en nombre de su autoridad.

                          -Ninguno de los míos se mueva -repuso don Alonso-, o le mandaré ahorcar del árbol más alto del soto.

                          Pero era el caso que entre todos los circunstantes solo tres o cuatro eran criados del señor de Arganza; los demás pertenecían a la hueste del conde, y avezados a cumplir puntualmente toda clase de órdenes, se preparaban a obedecer también la que ahora recibían. Aunque no pasaban de una docena, parecían gente resuelta y estaban medianamente armados, de manera que, guiados y acaudillados por una persona de valor como su señor, no era difícil que diesen en tierra con dos solos caballeros, anciano el uno, y el otro, aunque joven, escaso de fuerzas a juzgar por su semblante. Estaban, además, en medio de un coto cercado de paredes y a pie, con lo cual toda huida parecía imposible, pero no por eso se mostraban dispuestos a rendirse, sino a emprender una vigorosa defensa. Don Alonso, viendo la inutilidad de sus protestas, se había puesto al lado de los recién venidos con ánimo al parecer de ayudarles, pero desarmado como estaba fácil hubiera sido a las gentes de su yerno apartarlo a viva fuerza del lugar del combate.

                          Doña Beatriz entonces se levantó, y poniéndose por medio de los encarnizados enemigos, dijo al conde con tranquila severidad:

                          -Esos caballeros son iguales a vos y ninguna autoridad podéis ejercer sobre ellos. Además, las leyes de la caballería prohíben hacer uso de la fuerza entre personas cuyos agravios tienen a Dios y a los hombres por jueces. Sed noble y confesad que un arrebato de cólera os ha sacado del camino de la cortesía.

                          -El rey ha mandado prender a todos los caballeros del Temple y a cuantos les prestaren ayuda, y yo, a fuer de vasallo, sólo estoy obligado a obedecerle.

                          -Como obedecisteis a su noble madre cuando el asunto de Monforte -exclamó el templario con amargura.

                          -Además, señora -prosiguió el conde como si no hubiese sentido el tiro-; sin duda se os olvida que no estáis en vuestro lugar rogando por vuestro amante, con quien os encuentro sola y en sitios desusados.

                          -No es a mí a quien deshonran esas sospechas -respondió ella con dulzura-, porque sabe el cielo que ni con el pensamiento os he ofendido, sino al pecho ruin que las da calor y origen. De todas maneras, os perdono, sólo con que no hostiguéis a esos nobles caballeros.

                          -No os dé pena de nosotros, generosa doña Beatriz -respondió el comendador-; este debate se acabará sin sangre, y nosotros seremos los dueños de ese ruin y mal caballero.

                          Al acabar estas palabras hizo una señal al paje o esclavo que le acompañaba, y él, asiendo un cuerno de caza que a la espalda traía pendiente de una bordada bandolera, lo aplicó a los labios y sacó de él tres puntos agudos y sonoros que retumbaron a lo lejos. Al instante mismo, y semejante a un cercano temblor de tierra, se oyó el galope desbocado de varios caballos de guerra, y no tardó en aparecer la guardia que vimos atravesar la ribera de Bembibre detrás de nuestros caballeros. Habíanse quedado cubiertos con unos árboles y setos cerca de la reja del cercado, con orden de impedir que la cerrasen y de acudir a la primera señal. Mendo, en medio de su prisa, no pensó en atajarles la entrada y, por consiguiente, ninguno de los circunstantes podía prever semejante suceso. Los hombres de armas del Temple, superiores en número, harto mejor armados que sus enemigos y montados además en arrogantes caballos, se mostraron a los ojos de aquellas gentes tan de súbito que no se les figuró sino que por una de las diabólicas artes que ejercían los caballeros, la tierra los había vomitado, y una legión de espíritus malignos venía detrás de ellos en su ayuda. Dieron, pues, a correr por el bosque con desaforados gritos, invocando todos los santos de su devoción; en cuanto al conde, no se movió, porque aunque el peligro que le amenazaba era de los inminentes después del ruin comportamiento que acababa de observar, su orgullo no pudo avenirse a la idea de la fuga. Quedáse, por lo tanto, mirando con altanería a sus enemigos, como si los papeles estuviesen trocados.

                          -Y ahora, don villano -le dijo Saldaña con ira-, ¿qué merced esperáis de nosotros, si no es que con una cuerda bien recia os ahorquemos de una escarpia del castillo de Ponferrada, para que aprendan los que os asemejan a respetar las leyes de la caballería?

                          -Eso hubiera hecho yo con vosotros de haberos tenido entre mis manos -respondió él, con frialdad-; no me quejaré de que me paguéis en mi moneda.

                          -Vuestra moneda no pasa entre los nobles; id en paz, que en algo nos habemos de diferenciar -dijo don Álvaro-; pero tened entendido que si como caballero y señor independiente no he aceptado vuestro reto, me encontraréis en la demanda del Temple, porque desde mañana seré templario.

                          Un relámpago de feroz alegría brilló en las siniestras facciones del conde, que respondió:

                          -Allí nos encontraremos, y vive Dios que no os escaparéis de entre mis garras como os escapáis ahora, y que los candados que os echaré no se abrirán tan pronto como los de Tordehumos y su traidor castellano.

                          Con estas palabras se alejó dirigiéndoles una mirada de despecho y sin encontrar con las de su suegro, ni su esposa, que no fue poca fortuna, porque sin duda aquel alma vil se hubiera gozado en la especie de estupor que le causó la terrible declaración de don Álvaro.

                          -¿Es un sueño lo que acabo de escuchar? -repuso la desdichada mirándole con ojos extraviados y con el color de la muerte en las mejillas-. ¿Vos?, ¿vos templario?

                          -¿Eso dudáis? -contestó él-. ¿No os lo había dicho vuestro corazón?

                          -¡Ah!, ¿y vuestra noble casa -repuso doña Beatriz-, vuestro linaje esclarecido que en vos se extingue?

                          -¿Y no habéis visto extinguirse otras cosas aún más nobles, más esclarecidas y más santas? ¿No habéis visto la estatua de la fe volcada de su pedestal, apagarse las estrellas y caer despeñadas del cielo, y quedarse el universo en medio de una noche profunda? Tal vez vuestros ojos no hayan sido testigos de estas escenas, pero yo las he presenciado con los de mi alma y no las puedo apartar de ellos.

                          -¡Oh!, sí -replicó doña Beatriz-, despreciadme, escarnecerme, decid que os he engañado traidoramente, arrastradme por el suelo, pero no toméis el hábito del Temple. ¿Sabéis vos las tragedias de Francia? ¿Sabéis el odio que se ha encendido contra ellos en toda la cristiandad?

                          -¿Qué queréis? Eso, cabalmente, me ha determinado a seguir su bandera. ¿Pensáis que soy yo de los que abandonan a los desgraciados?

                          -¡Está bien, heridme, heridme en el corazón con los filos de vuestras palabras; yo no me defenderé; pero sed hombre, luchad con vuestro dolor y no estanquéis la sangre ilustre que corre por vuestras venas!

                          -Os cansáis en vano, señora; tengo empeñada mi palabra al comendador.

                          -Verdad es -repuso el anciano conmovido-, pero recordad que yo no la acepté, porque la disteis en un arrebato de dolor.

                          -Pues ahora la ratifico. ¿Qué poder tienen para apartarme de mi propósito tan especiosos argumentos, ni qué interés puede tomarse en mi destino la poderosa condesa de Lemus?

                          Doña Beatriz, abrumada por tan terribles golpes, no respondió ya sino con sordos y ahogados gemidos. Don Álvaro, cuyo pecho lastimado se movía al impulso de encontradas pasiones como el mar al soplo de contrarios vientos, exclamó entonces fuera de sí con la expresión del dolor más profundo:

                          -¡Beatriz! ¡Beatriz! ¡Justificaos, decidme que no me habéis vendido; mi corazón me está gritando que no habéis menester mi perdón! Corred ese velo que os presenta a mis ojos con las tintas de la maldad y la bajeza.

                          Adelantóse entonces el señor de Arganza con continente grave y dolorido y preguntó a don Álvaro.

                          -¿No sabéis nada de las circunstancias que acompañaron las bodas de mi hija?

                          -No, a fe de caballero -respondió él.

                          Don Alonso se volvió entonces a su hija y mirándole con una mezcla inexplicable de tristeza y de ternura, dijo a don Álvaro:

                          -Todo lo vais a saber.

                          -¡Oh!, ¡no, padre mío!, ¡dejadme con sus juicios temerarios; tal vez se curen con el cauterio del orgullo las llagas de su alma; pensad que vais a hacerle más infeliz!

                          -¡El orgullo, doña Beatriz! -replicó el contristado caballero-; mi orgullo erais vos y mi humillación vuestra caída.

                          -No, hija mía -repuso don Alonso-, bien me lo predijo el santo abad de Carracedo, pero la venda no había caído hasta hoy de mis ojos. ¿Qué importa que me cubras con el manto de tu piedad, si no has de acallar por eso la voz de mi conciencia?

                          Entonces contó por menor a don Álvaro, y pintándose con negros colores, todas las circunstancias del sacrificio de doña Beatriz y las amenazas del abad de Carracedo que tan tristemente comenzaban a cumplirse aquel día. La conducta del anciano había sido realmente culpable, pero el oro, la gloria y el poder del mundo juntos no le hubieran movido a entregar su hija única en los brazos de un hombre tan manchado. El noble proceder de la joven, su desinterés en cargar con tan grave culpa como la que su amante le imputaba sólo para que más fácilmente pudiera consolarse de la pérdida de su amor creyéndola indigna de él, aquella abnegación imponderable, decimos, había acabado de desgarrar las entrañas del anciano que terminó su relación entre lamentos terribles y golpeándose el pecho. Quedáronse todos en un profundo silencio que duró un gran espacio, hasta que don Álvaro dijo con un profundo suspiro:

                          -Razón teníais, doña Beatriz, en decir que semejante declaración me haría más desdichado. Dos veces os he amado, y dos os pierdo. ¡Dura es la prueba a que la providencia me sujeta! Sin embargo, el cielo sabe cuán inefable es el consuelo que recibo en veros pura y resplandeciente como el sol en mitad de su carrera. No nos volveremos a ver, pero detrás de las murallas del Temple me acordaré de vos...

                          Doña Beatriz rompió otra vez en amargo llanto viéndole persistir tan tenazmente en su resolución, y él añadió:

                          -No lloréis, porque mi intento se me logrará sin duda. Dicen que amenaza a esta milicia inminente destrucción. No lo creo, pero, si así fuese, ¿cómo podéis extrañar que yo sepulte las ruinas de mi esperanza bajo estas grandes y soberbias ruinas? Y luego, ¿no sois vos harto más desgraciada que yo? Pensad en vuestros dolores, no en los míos... Adiós, no os pido que me deis a besar vuestra mano, porque es de otro dueño, pero vuestro recuerdo vivirá en mi memoria a la manera de aquellas flores misteriosas que sólo abren sus cálices por la noche sin dejar de ser por eso puras y fragantes. Adiós...

                          Don Alonso le hizo una señal con la mano para que acortase tan dolorosa escena.

                          -Sí, sí, tenéis razón. Adiós para siempre porque jamás, ¡oh!, ¡jamás volveremos a encontrarnos!

                          -Sí, sí -respondió ella con religiosa exaltación levantando los ojos y las manos al cielo-; ¡allí nos reuniremos sin duda!

                          Al acabar estas palabras se arrojó en los brazos de su padre, y don Álvaro, sin detenerse a más, montó de un brinco en su caballo y metiéndole los acicates desapareció como un relámpago, seguido del comendador y su escasa tropa. Cuando ya se desvaneció el ruido que hacían, doña Beatriz se enjugó los ojos, y apartándose suavemente de los brazos de su padre, se puso a mirar el semblante alterado del anciano que, clavados los ojos en el suelo y pálido como la muerte, parecía haber comprendido de una vez el horror de su obra. Conociólo su generosa hija, y acercándose a él, con semblante apacible y casi risueño, le dijo:

                          -Vamos, señor, sosegaos. ¿Quién no ha pasado en el mundo penalidades y trabajos? ¿No sabéis que es tierra de paso y campo de destierro? El tiempo trae muchas cosas buenas consigo, y Dios nos ve sin cesar desde su trono.

                          -¡Ojalá que no me viera a mí! -repuso el anciano, meneando la cabeza-; ¡ojalá que ni sus ojos ni los míos penetrasen en las tinieblas de mi conciencia! ¡Hija mía!, ¡hija de mi dolor! ¿Y soy yo el que te he entregado a ti, ángel de luz, en los brazos de un malvado? Sí, tú puedes estar serena, porque tu sacrificio te ensalzará a tus ojos y te dará fuerzas para todo; pero yo, miserable de mí, ¿con qué me consolaré? Yo, parricida de mi única hija, ¿cómo encontraré perdón en el tribunal del Altísimo?

                          -¿Qué queréis? -le dijo doña Beatriz-; vos buscabais mi felicidad, y no la habéis encontrado; ¡os engañaron como a mí!...¡resignémonos con nuestra suerte, porque Dios es quien nos la envía!

                          -No, hija mía, no te esfuerces en consolarme, pero tú no serás de ese indigno, yo iré al rey, yo iré a Roma a pie con el bordón de peregrino en la mano, yo me arrojaré a las plantas del pontífice y le pediré que te vuelva tu libertad, que deshaga este nudo abominable...

                          -Guardaos bien de poner vuestra honra en lenguas del vulgo -repuso doña Beatriz con seriedad-. ¿Además, padre mío, de que me serviría ya la libertad? ¿No habéis oído que pasado mañana será ya templario?

                          -¡Ese peso más sobre mi conciencia culpable! -exclamó el señor de Arganza, tapándose la cara con ambas manos-. ¿También se perderá por mí un caballero tan cumplido? ¡Ay!, ¡todas las aguas del Jordán no me lavarían de mi culpa!

                          Doña Beatriz apuró en vano por un rato todos los recursos de su ingenio y todo el tesoro de su ternura para distraer a su padre de su pesar. Por fin, ya obscurecido, volvieron los dos a casa seguidos de la pensativa Martina que con las escenas de aquella tarde andaba muy confusa y pesarosa. Al llegar, se encontraron a varios criados que venían en su busca-, pues, aunque el conde las había dicho que los caballeros venían de paz, y que su cólera había sido injusta, añadiéndoles además que no perturbasen la plática de su amo, con la tardanza comenzaban a impacientarse y no quisieron aguardar a más.

                          El conde, por su parte, deseoso de evitar las desagradables escenas que no hubieran dejado de ocurrir con su suegro y su esposa, salió precipitadamente para Galicia, dejando al tiempo y a su hipocresía el cuidado de soldar aquella quiebra, determinación que, como presumirán nuestros lectores, no dejó de servir de infinito descanso a padre y a hija en la angustia suma que les cercaba. ¡Triste consuelo el que consiste en la ausencia de aquellas personas que debiendo sernos caras por los lazos de la naturaleza llegan a convertirse a nuestros ojos, por un juego cruel del destino, en objetos de desvío y de odio!