de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

listado x orden alfabetico

+ vistas

ENLACES

CYP - Cuentos y Publicaciones
La Rebelion de las Masas
    El Señor de Bembibre
      Como ganar amigos e influir sobre las personas.
        El PRINCIPIO de Peter.
          El vendedor mas grande del mundo.
            LA CAJA
              La culpa es de la vaca.
                La Ley de MURPHY
                  CARTAS de un empresario a su hijo.
                    ¿Quien se ha llevado mi queso?.
                      EL PRINCIPE de Nicolas Maquiavelo.
                        El ARTE de la guerra
                          Don QUIJOTE de la Mancha.
                          **

                          PULSAR   1  de arriba para cerrar pestaña

                          s2t2 - 22 XXII - Un natural menos ardiente

                          Capítulo XXII

                          Un natural menos ardiente, un alma menos impetuosa que la del señor de Bembibre no hubiera adoptado probablemente tan temeraria determinación como era la de entrar en el Temple, cuando cielo y Tierra parecían conjurados en su daño; pero el vacío insondable que había dejado en su corazón el naufragio de su más dulce y lisonjera esperanza, la necesidad de emplear en alguna empresa de crédito la fogosidad y energía de su carácter y más que todo quizá el deseo de venganza, fueron móviles bastantes poderosos para allanar toda clase de embarazos. La ocasión no podía brindarse más favorable, porque el triste drama de aquella milicia, religiosa y guerrera a un tiempo, tocaba ya a su desenlace. Todos los ánimos, sin embargo, estaban suspensos y como colgados de aquel extraño acontecimiento, porque la caballería del Temple contaba en España más elementos de resistencia que en nación alguna, y estos sucesos la encontraban no sólo aprestada, sino sañuda y encendida en deseo de venganza. Centro y corazón de semejantes disposiciones era el rey don Dionís de Portugal, príncipe el más sabio y prudente que entonces había en la Península y que bien penetrado de la persecución injusta de semejante religión, no sólo había mandado sus embajadores al Papa para quejarse y protestar de los atropellos y desmanes cometidos, sino que, resuelto a sostenerla en España y Portugal, se había entendido para el caso con el maestre de Castilla y con el teniente de Aragón y concertado con ellos los medios de conservar ilesa su existencia, y sobre todo su opinión. Apoyados, pues, en el rey de Portugal, seguros de su inocencia, seguros todavía más de su esfuerzo y pundonor, y ansiosos los unos de venganza y los otros entregados a quiméricos planes, bien podían tener en balanzas la suerte de la España y hacer vacilar a los monarcas de Castilla y Aragón antes de comenzar la lucha. Sin embargo, las huestes por todas partes se iban juntando, y de ambas partes parecían resueltos a poner este gran duelo al trance de una batalla, justamente recelosos y desconfiados los unos para entregarse inermes y desvalidos en manos de sus enemigos declarados, y apoyados los otros en las bulas del Papa y en los peligros que podían sobrevenir al Estado conservando armados y encastillados unos hombres de tan graves delitos acusados.

                          Don Rodrigo Yáñez, menos preocupado que sus hermanos, y convencido íntimamente de que aquella venerable institución había caducado a las destructoras manos del tiempo, no parecía dispuesto a resistir las órdenes del Sumo Pontífice, ni menos recelaba sujetarse a la jurisdicción y juicio de los prelados españoles, dechado entonces de ciencia y evangélicas virtudes. De sentir enteramente opuesto era el capítulo general de los caballeros, exacerbados con tantas iniquidades y malos juicios como personas mal intencionadas derramaban en la plebe, y con los asesinatos jurídicos de Francia. Tanto, pues, por no abandonar su familia de adopción y de gloria, como por no producir con su oposición un cisma y desunión lastimosa que diese en tierra con el poco prestigio que la milicia conservaba a los ojos del vulgo, se conformó con la opinión general. Por otra parte, sus demandas nada tenían de exorbitantes, pues no declinaban la jurisdicción de la Santa Sede, y protestaban de no guardar sus castillos y vasallos sino por vía de legítima defensa. Así pues, nada podía impedir al parecer un rompimiento terrible y desastroso en que a nadie se podía dar la ventaja, porque si de un lado estaban el número, la opinión y la fuerza de las cosas, militaban en el otro el valor, el pundonor caballeresco, el agravio y la fuerza de voluntad sobre todo que triunfa de los obstáculos y señala su curso a los sucesos.

                          Tal era el estado de las cosas, cuando don Álvaro, con el corazón traspasado y partido, salió para no volver de Arganza y de aquellos sitios, dulces y halagüeños cuando Dios quería, tristes ya y poblados de amargos recuerdos. Fiel a su promesa, encaminóse a Ponferrada al punto, firmemente resuelto a no salir de sus murallas, sino con la cruz encarnada en el pecho. Antes de llegar concertó con el comendador que se adelantase a prevenir a su tío de su ida, medida muy, prudente, sin duda, porque tales extremos de dolor había hecho el anciano con la noticia de su muerte que la súbita alegría que recibiese con su presencia pudiera muy bien comprometer su salud. Tomó, por lo tanto, el comendador el camino que mejor la pareció, y cuando, por fin, llegó a darle la nueva en toda su verdad, ya don Álvaro cruzaba el puente levadizo. Como si la alegría le hubiese descargado del peso de los años, bajó la escalera con la rapidez de un mancebo, y al pie de ella encontró a su sobrino rodeado de muchos caballeros, que con muestras de infinita satisfacción le acogían y saludaban. Abrazáronse allí en medio de la emoción que a don Álvaro causaba el encuentro de su tío en momentos de tanta amargura para él, y de la no menor que al anciano dominaba, no sabiendo cómo agradecer a Dios este consuelo que en sus cansados días le enviaba. Por fin, pasados los primeros transportes y satisfecha la curiosidad de aquel respetable viejo sobre su prisión, sus penas y su libertad, naturalmente vinieron a caer en el desabrido arenal de lo presente, a la manera que un aguilucho que antes de tiempo se arroja del nido materno, después de un corto y alborozado vuelo, para finalmente caer en el fondo de un precipicio. Don Álvaro le contó entonces la dolorosa entrevista que acababa de tener y el término que había resuelto poner a sus afanes en las filas de sus hermanos de armas. Don Rodrigo, atónito y turbado, apenas supo qué responder en un principio a una declaración en la cual a un tiempo se cifraban la ruina de su prosapia, el riesgo de una vida para él tan preciosa, y el sinfín de males con que estaba amagando el porvenir a la institución. Cuando al cabo de su gran agitación se recobró un poco, dijo a su sobrino con voz sentida:

                          -¿Conque no sólo derramas el divino licor de la esperanza, sino que quieres arrojar la copa al abismo? ¿No te basta el muro terrible que te separa de ella, que aún quieres poner entre los dos otro mayor? De la vida de un hombre, tan frágil en estos tiempos de discordias, pende ahora tu fortuna, ¿cómo quieres atajarla con un tropiezo que sólo le mueve la mano la muerte?

                          -Tío y señor -respondió el joven con amargura-, ¿y qué es la esperanza? Ya sabéis que yo la recibí en mi corazón como un huésped noble, hermoso bien venido a quien festejé con todo mi poder y carino; pero el huésped me asesinó y puso fuego a mi casa. ¿Que ha quedado en lugar suyo y de su dueño?, ¡unas gotas de sangre y un montón de cenizas!... ¡Frágil llamáis la vida de ese hombre! La frágil, deleznable caduca es la nuestra, que no se ha desviado de la senda estrecha del honor, ¡mas no la suya, tejido de reprobación y de iniquidad! ¡Largos días le aguardan, tal vez de poder y de ambición en este miserable país!... ¡Muévale Dios contra el Temple, ahora que no soy más que un soldado suyo nos encontraremos!

                          Don Rodrigo comprendió la mortal herida que el desengaño acababa de abrir en el alma de su sobrino, y varió de rumbo tratando de presentarle otra clase de obstáculos.

                          -Hijo mío -le dijo con aparente tranquilidad-, tu dolor es justo, y natural tu determinación; pero no alcanza mi poder a coronarla. Nuestra orden está citada a juicio, suspensos nuestros derechos y sin facultades, por consiguiente, para admitirte en su seno.

                          Don Álvaro, con su claro ingenio, comprendió al punto los intentos de su tío y respondió resueltamente:

                          -Tío y señor, si tal es vuestro escrúpulo, y supuesto que el caso es de todo punto nuevo, convocad capítulo y él resolverá. Por lo demás, si el Temple me cierra sus puertas, me pasaré a la isla de Rodas y me alistaré entre vuestros enemigos los caballeros de San Juan. Pensad que mi resolución es invariable y que todo el poder del mundo conjurado contra ella no la haría retroceder ni un solo paso.

                          Don Rodrigo acabó de convencerse de la inutilidad de sus esfuerzos, pero a pesar de ello, juntó capítulo de los caballeros allí presentes para significarles sus dudas. La respuesta le dio a conocer que su negativa no haría sino irritar aquellos ánimos encendidos y comprometer su autoridad, y así se propuso dar el hábito a su sobrino en cuanto estuviese preparado debidamente para ello. Corrió la noticia al punto por la bailía y los caballeros la recibieron con alborozo extremado, considerando el poderoso brazo que se consagraba a sostener su poder ya vacilante. Saldaña, que por motivos de delicadeza y rigorosa justicia se había negado a aceptar la palabra de don Álvaro, viéndole ahora persistir en su propósito, no cabía en sí de gozo. Su alma sombría y ambiciosa, más y más exaltada con los riesgos que cercaban a su religión, se regocijaba no sólo por los triunfos que le predecía la entrada de un campeón tan valeroso como leal, sino porque en su pasión por aquel joven tan noble y sinventura se había propuesto colocarle en un trono de gloria y hacerle olvidar, si posible fuera, sus pasados sinsabores a fuerza de triunfos, honores y respetos. Aunque es verdad que el deseo de vengarse era uno de los más poderosos motivos que excitaban a don Álvaro para su determinación, el comendador sabía muy bien que los aplausos de la fama, las generosas emociones del valor y los trances de los combates eran la única ilusión que no había abandonado aquel pecho lastimado desierto.

                          Algunos ritos que se observan en las modernas sociedades secretas, sobre todo en la admisión de socios, se dicen derivados de los templarios. Cualquiera que pueda ser su verdadero carácter y procedencia, lo que no admite duda es que aquellos caballeros practicaban algunas ceremonias cuyo sentido simbólico y misterioso era hijo de una época más poética y entusiasta que la que en sus postreras décadas alcanzaban. En el castillo de Ponferrada se conservan todavía entallados encima de una puerta, dos cuadrados perfectos que se intersecan en ángulos absolutamente iguales, y al lado derecho tienen una especie de sol con una estrella a la izquierda. La existencia de tan extrañas figuras, de todo punto desusadas en la heráldica, basta para probar que la opinión que en su tiempo se tenía de sus prácticas misteriosas y tremendas no carecía absolutamente de fundamento. Una entre todas era particularmente chocante, a saber: las injurias que se hacían al crucifijo y cuya significación no era otra sino la rehabilitación del pecador, a partir de la impiedad y del crimen para subir por los escalones de la purificación y del sacrificio a las santificadas regiones de la gracia; rito fatal que sin diferenciarse en la esencia de la fiesta de los locos, y algunos otros usos de la antigua Iglesia, fue causa principal de la ruina del Temple, cuando su sentido místico se había perdido ya entre las nieblas de una generación más sensual y grosera. A explicar, por lo tanto, a su sobrino semejantes enigmas, vedados a los ojos del vulgo, se encaminaron los esfuerzos del maestre en los días que precedieron a su profesión.

                          Llegó por fin el momento en que aquel ilustre mancebo se despidiese de un mundo que si alguna vez esparció flores por su camino fue para trocárselas al punto en abrojos. Las profesiones en todas las demás órdenes religiosas se hacían a la luz del sol y públicamente, pero los templarios, sin duda para dar más solemnidad a la suya, la hacían de noche y a puertas cerradas. Cuando ya la oscuridad se derramó por la tierra, el comendador Saldaña y otro caballero muy, anciano vinieron a buscar a don Álvaro que les aguardaba armado con una riquísima armadura negra, con veros de oro, un casco adornado de un hermoso penacho de plumas encarnadas, en la cinta una espada y puñal con puño de pedrería y calzadas unas grandes espuelas de oro. El que aspiraba a entrar en el Temple se ataviaba con todas las galas del siglo para dejarlas al pie de los altares. Condujeron, pues, a don Álvaro ambos caballeros a la hermosa capilla del castillo, a cuya puerta se pararon un momento llamando enseguida con golpes mesurados y acompasados.

                          -¿Quién llama a la puerta del templo? -preguntó desde dentro una voz hueca.

                          -El que viene poseído de celo hacia su gloria, de humildad y de desengaño -respondió Saldaña como primer padrino.

                          Entonces abrieron las puertas de par en par y se presentó a su vista la iglesia tendida de negro con un número muy escaso de blandones de cera amarilla y verde encendidos en el altar. En sus gradas estaba el maestre sentado en una especie de trono rodeado de los comendadores de la orden, y más abajo, en una especie de semicírculo, se extendían los caballeros profesos, únicos que a esta ceremonia se admitían, y que envueltos en sus mantos blancos parecían otros tantos fantasmas lúgubres y silenciosos. Don Álvaro, en cuya imaginación ardiente y exaltada hacía gran impresión este aparato, atravesó por medio de ellos acompañado de sus dos ancianos padrinos y fue a arrodillarse ante las gradas del trono del maestre. Extendió éste su cetro hacia él y le preguntó sus deseos. Don Álvaro respondió:

                          -Considerando que el Salvador dijo: «el que quiera ser de mi grey tome su cruz y sígame», yo, aunque indigno y pecador, he aspirado a tomar la del Templo de Salomón para seguirle.

                          -Grave es la carga para vuestros hombros jóvenes -respondió el maestre con voz reposada y sonora.

                          -El Señor me dará fuerzas para llevarla, como me ha dado resolución y valor para pedirla a pesar de mis culpas -respondió el neófito.

                          -¿Habéis pensado -repuso el maestre- que el mundo acaba en estos umbrales silenciosos y austeros?

                          -Yo me he despojado a la puerta del hombre viejo para revestirme del hombre nuevo.

                          -¿Hay alguno entre todos los hermanos presentes que pueda notar al aspirante de alguna acción ruin por la que merezca ser degradado de la dignidad de caballero?

                          Todos guardaron un silencio sepulcral. El comendador pidió entonces que se comenzase el rito, y dos caballeros trajeron un crucifijo de gran altura y toscamente labrado, pero de expresión muy dolorosa en el semblante, y lo tendieron en el suelo. Don Álvaro, conforme a la ceremonia, lo escupió y holló, y luego, alzándolo en el aire los dos caballeros, le dirigió las sacrílegas palabras de los judíos:

                          -¿Si eres rey, cómo no bajas de esa cruz?

                          Cubriéronlo al punto con un velo negro y lo retiraron, tras de lo cual dijo el maestre:

                          -Tu crimen es negro como el infierno y tu caída como la de los ángeles rebeldes; pero tu Dios te perdonará, y tu sangre correrá en desagravio de su tremenda cólera y justicia.

                          Arrodillóse entonces don Álvaro sobre un cojín de terciopelo negro con flecos y borlas de oro y desarrollando un gran pergamino que tenía por cabeza la cruz del Temple en campo de oro, y a la luz de una bujía con que alumbraba Saldaña, leyó su profesión concebida en estos términos:

                          -Yo, don Salvador Yáñez, señor de Bembibre y de las montañas del Boeza, prometo obediencia ciega al maestre de la orden del Templo de Salomón y a todos los caballeros constituidos en dignidad; castidad perpetua y pobreza absoluta. Prometo, además, guardar riguroso secreto sobre todos los usos, ritos y costumbres de esta religión; procurar su honra y crecimiento por todos los medios que no estén reñidos con la ley de Dios, y sobre todo, trabajar sin tregua en la conquista de la Jerusalén terrena, escalón seguro y senda de luz para la Jerusalén celestial. Prémieme Dios en proporción de mis obras, y vosotros como delegados suyos.

                          Entonces los padrinos comenzaron a desarmarle y los circunstantes a cantar el salmo Nunc dimitis servum tuum, domine, con voces vigorosas y solemnes. Calzáronle espuelas de acero, y de acero bruñido también fueron las grevas, peto, espaldar y manoplas con que sustituyeron su armadura; por último, le ciñeron una espada de Damasco y le pusieron en la cinta un puñal buido de fino temple, pero sin ningún género de adorno. Echáronle, por fin, el manto blanco de la orden y entonces le vendaron los ojos, enseguida de lo cual se postró en el suelo, mientras la congregación cantaba los salmos penitenciales con que los cristianos se despiden de sus muertos. Acabóse por fin el cántico, cuyas últimas notas quedaron vibrando en las bóvedas de la iglesia en medio del profundo silencio que reinaba en sus ámbitos, y entonces sus padrinos acudieron a levantarle y le destaparon los ojos, que al punto volvió a cerrar, porque, acostumbrados a las tinieblas, no pudieron sufrir la vivísima luz que como una celeste aureola iluminaba aquel templo, momentos antes tan adusto y sombrío. Las colgaduras negras estaban recogidas y los altares todos resplandecían con infinitas antorchas; el aire estaba embalsamado con delicado incienso que en vagos e inciertos festones se perdía entre los arcos y columnas, y los caballeros todos tenían en las manos velas blanquísimas de cera encendidas. En cuanto descubrieron a don Álvaro, entonaron todos en voces regocijadas y altísimas el salmo Magnificat anima mea Dominum, durante el cual, conducido por sus padrinos, fue abrazando a todos sus hermanos y recibiendo de ellos el ósculo de paz y de fraternidad. Concluido este acto, aproximaron todos en orden sus sitiales al trono del maestre, dejando en medio a don Álvaro, que de pie y con los brazos cruzados oyó la plática que el maestre o su inmediato dignatario solían dirigir al profeso. En tiempos más dichosos versaba sobre las glorias y prosperidad de la orden, la consideración de que gozaba en toda la cristiandad, y por último, sobre los deberes rigurosos y terribles del nuevo caballero; pero entonces, que la hora de la prueba había llegado y aquel astro luminoso padecía tan terrible eclipse, las palabras de don Rodrigo tuvieron aquel carácter religioso, profundo y melancólico propio de todas aquellas catástrofes que pasman y sobrecogen al mundo. Por último, vino a recaer el razonamiento sobre los serios y terribles deberes que el soldado de Dios se imponía al entrar en aquella milicia, y entonces, levantándose de su trono, alzando el cetro y enderezando su talla majestuosa, concluyó diciendo con acento severo y grave:

                          -¡Pero si Dios te deja de su mano para permitir que faltes a tus juramentos, tu vida se apagará al punto como estas candelas, y unas tinieblas más densas todavía cercarán tu alma por toda una eternidad!

                          Al decir esto, todos los caballeros mataron sus luces por un movimiento unánime, y en el mismo instante bajaron los negros y tupidos velos de los altares dejando la iglesia en una oscuridad pavorosa. Los caballeros entonces murmuraron en voz baja algunos versículos del libro de Job sobre la brevedad de la vida y la vanidad de las alegrías del crimen; y a la luz de los blandones fúnebres que todavía ardían en el altar mayor fueron dirigiéndose a la puerta en lenta y solemne procesión. Allí se pararon de nuevo, y el maestre se adelantó para rociar con agua bendita la cabeza de su sobrino, como para lavarle y purificarle aún de las heces y vestigios de la culpa, y desde allí todos se dispersaron encaminándose a sus cámaras respectivas.

                          A don Álvaro le dejaron también en la suya, y la luz del nuevo día que no tardó en teñir los celajes del oriente, le encontró mudado en otro hombre y ligado con votos que sólo al poder de la muerte le parecía dable desatar. ¡Dichoso él si con su poder, su libertad y sus dulces esperanzas hubiese podido poner de lado su antigua y devoradora pasión!, pero sólo el tiempo y la ayuda del Todopoderoso eran capaces de limpiar su corazón de sus amargas heces, y borrar de su memoria aquellas imágenes escritas con caracteres de fuego.

                          Por fin, a su valor y energía se le presentaba el ancho campo de la guerra y el noble empeño de defender una causa justa, pero ¿qué consuelo podía buscarse en el mundo para doña Beatriz, que no tenía más compañía que la soledad, la aflicción y la presencia de un padre ya anciano, lleno de pesares y penetrado de un arrepentimiento tardío? ¡Tristes contradicciones y debilidades las del pobre corazón humano! La heredera de Arganza tenía por esposo un hombre joven todavía, lleno de vigor y robustez; su salud, por otra parte, de día en día se quebrantaba; el cielo y la tierra de consuno parecían apartarla de su primer amor, que según todas las apariencias no podía estar más perdido para ella y sin embargo, la nueva de aquellos votos le causo profundísimo dolor. ¿Qué podía esperar? ¿Qué podían descubrir sus ojos en el nebuloso horizonte del porvenir, sino soledad y pesares sin término y sin cuento? ¡Extraño misterio! La esperanza es una planta que brota en el corazón, y que si no florece cuando el dolor ha trocado su campo en arenal, todavía conserva su tronco enhiesto como una columna fúnebre, y aun regado por la fuente de las lágrimas brota tal vez alguna hoja marchita y amarillenta. Doña Beatriz se había visto separada de su amante por escaso arroyo, su matrimonio desgraciado lo había convertido en río profundo y caudaloso, ahora la profesión de don Álvaro acababa de trocarle en mar inmenso, y la desventurada, sentada en la orilla, veía desaparecer a lo lejos el bajel desarbolado y roto en que, para no volver, se partían sus ilusiones más dulces.