de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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                          s2t2 - 24 C XXIV Las diferencias del rey

                          Capítulo XXIV

                          Las diferencias del rey con don Juan Núñez de Lara se compusieron por fin, más a placer de aquel orgulloso rico hombre que a medida del decoro real, porque el poder de don Fernando, quebrantado con lo largo del sitio de Tordehumos y enflaquecido además con la defección de varios señores y la retirada de otros, no era bastante ya a postrar aquel soberbio vasallo. Asentáronse, pues, las condiciones y tratos dictados por la ocasión, volvió don Juan de Lara a isla mayordomazgo, conservó a Moya y Cañete y demás pueblos que tenía, y el rey hubo de restituirle su gracia. ¡Notable mengua la de la corona!, pero que, sin embargo, no dejaba de tener sus ventajas, porque además de ser prudente transigir con la necesidad, al cabo le quedaban al rey las manos sueltas y desembarazado el ánimo para dar cima al negocio de los templarios que, según se veía, no podía allanarse sino por la fuerza de las armas. Sin duda los cimientos de la orden estaban minados y vacilantes en la opinión, pero aquel cuerpo robusto se sostenía así y todo por la enérgica cohesión de sus partes, por sus recuerdos de gloria y por el miedo que a todos inspiraba su poder, única verdadera causa de su ruina.

                          No se negaban los caballeros a comparecer en juicio delante de los prelados españoles, ni menos declinaban su jurisdicción, pero alegando las torpes calumnias que contra ellos se derramaban entre el vulgo, los asesinatos de Francia y toda aquella inaudita persecución, protestaban que no se entregarían indefensos en manos de sus enemigos, y que en sus castillos y conventos aguardarían la sentencia de los obispos, y la definitiva resolución del Papa. Por lo demás, blasonaban de leales y obedientes, aseguraban con el mayor empeño que sólo su defensa les movía, y con su conducta firme y prudente parecían poner de manifiesto a los ojos de la muchedumbre la falsedad de los cargos, junto con su firme resolución de defender su honor y su existencia hasta el último trance.

                          De toda la gente que con tanta flojedad y desvío sirvió a don Fernando en la demanda de Tordehumos no encontró a nadie remiso ni desmayado, tal era la codicia que en todos los corazones despertaban los opimos despojos del Temple. Fácil le fue, por lo tanto, juntar una hueste numerosa y lucida, aunque no sobrada, ciertamente, para trance tan difícil; y de nuevo comenzó el estruendo de la guerra a resonar por toda la España, porque como el empeño era igual en Aragón, por ambas partes, a donde quiera, alcanzaban los aprestos y disposiciones. Sólo el rey de Portugal permanecía en lo exterior frío espectador de la contienda, si bien en su ánimo estaba inclinadísimo a la religión del Temple, y aun empleaba buenos oficios con el Sumo Pontífice para apartar de su cabeza la tormenta fatal que desde los más remotos ángulos de Europa venía a amontonarse sobre ella. Este rey sabio, más de lo que parecía consentir aquella época ignorante y ruda para desconocer la grosera trama en que estribaba la persecución de la orden, y no menos caballero que discreto, sentía que tal fuese el premio de tantas glorias, honores y triunfos, cuando aquellos brazos invencibles tenían aún en la Península enemigos en quien continuar la gloriosa cruzada española de siete siglos. Así pues, tanto en Aragón como en Castilla, estaban pendientes los ánimos de aquella lucha fatal, cuyo término y desastres no era fácil prever, porque si de una parte peleaba el número y la fuerza, militaban en la otra la inteligencia de la guerra, la disciplina y la clase de los combatientes, cualidades de gran precio en medio del desbarajuste de la época.

                          El señor de Arganza, como Merino Mayor que era del Bierzo, recibió la orden de alistar inmediatamente los ballesteros y gente de armas que pudiese e ir a juntarse en los confines de Galicia con los escuadrones de su yerno el de Lemus. Honra era esta de que con gusto infinito se hubiera excusado a no mediar su hidalguía, porque merced a los desengaños y pesares que sufría, semejante empresa iba presentándose a sus ojos con sus verdaderas formas y colores. Su enemistad con el Temple, falta de pábulo hacía algún tiempo, se había, amortiguado poco a poco, y la conducta de Saldaña y de don Álvaro en los sotos de su palacio, junto con el decoro y caballerosidad que no había dejado de guardar con él el maestre don Rodrigo a pesar de sus desvíos, habían acabado de debilitarla. Sus sueños de ambición, por otra parte, iban revistiéndose de tristísimos colores delante de la realidad inexorable que de bulto le mostraba la perfidia negra del conde, la triste cuanto abundante cosecha de tribulaciones y angustias que había sembrado para su hija única. Y por colmo de desventura, ahora le llamaba la suerte a pelear con el único hombre que había conquistado y merecido aquel corazón de ángel, y cuya imagen probablemente estaba esculpida en él a despecho de todo. Aquejábanle, además, embarazos domésticos, pues conocida la ruindad del conde, que desde su ausencia ni por cortesanía había enviado satisfacción, mensaje ni escrito alguno, no le parecía justo llevarle su esposa, y por otra parte, no era decoroso ni prudente dejar a doña Beatriz expuesta a los azares y contratiempos de una guerra que con tales visos de sangrienta y dudosa se mostraba. Perplejo y confuso en medio de tantos inconvenientes, hubo de consultar con doña Beatriz que, como prevenida por su discreción y tristeza, manifestó poca sorpresa y menos dudas ni tropiezos.

                          -Padre mío -le respondió-, no os inquietéis por mí, pues ya sabéis que es patrimonio de la desdicha estar segura y defendida en todas partes. Guárdense los dichosos en buen hora, que a mí me guarda mi estrella. Sin embargo, como en tales ocasiones no hay sagrado sino al pie de los altares, me encerraré en Villabuena mientras dure la guerra entre nosotros.

                          -¿En Villabuena, Beatriz? -respondió el viejo-, ¿y podrás resistir las memorias que aquellos lugares despertarán en tu corazón?

                          Sonrióse ella melancólicamente y contestó a su padre con dulzura:

                          -No fueron los peores de mi vida los días que pasé a la sombra de sus claustros y arboledas. ¡Ojalá que mudando de lugares se mudase también de pensamientos!, pero entonces el hombre sería dueño de sus penas y el cielo no le probaría en la escuela de la adversidad. Llevadme, pues, a Villabuena donde ya sabéis que me quieren bien, y caminad a la guerra sin zozobras y sin cuidados, pues allí quedo tranquila y segura. Una cosa, sin embargo, quisiera encomendaros -añadió con una inflexión de voz que revelaba con harta claridad lo que en su interior estaba pasando-. Ya sabéis que entre los que vais a combatir como enemigos hay una persona a quien hemos hecho mucho mal. También sabéis que la serpiente de la calumnia lo está envolviendo en sus anillos ponzoñosos... Mirad por él y procurad, si no remediar, aliviar por lo menos los dolores qué por nuestra culpa sufre.

                          -No por la tuya, ángel de Dios -replicó el anciano-, sino por la mía. ¡Quiera el cielo perdonarme! Siempre le había agradecido la cuna ilustre en que nací y las riquezas de que me rodeó desde la niñez, pero ahora, con el pie dentro del sepulcro, reconozco lo funesto del don, y muchas veces me he dicho en mis desvelos nocturnos: «¡cuánto más dichosa hubiera sido mi hija con nacer en una cabaña de estos valles!...» En fin, hija mía, tus deseos serán cumplidos y yo procederé como quien soy; ¡ojalá que mis ojos hubieran estado siempre tan abiertos como ahora!

                          Después de esta breve conversación quedó determinado el viaje a Villabuena, que se verificó a los dos o tres días. No hacía muchos meses que el rigor paternal había conducido allí a doña Beatriz. Su madre quedaba sumida en el llanto; ella se veía desterrada de la casa paterna y apartada de don Álvaro, pero la esperanza la alentaba, el valor la sostenía, un germen de vida y de hermosura, el parecer inagotable, realzaban las gracias de su cuerpo, y por último, una primavera llena de pompa y lozanía parecía acompañar con su verdor el verdor y frescura de sus sentimientos y presagiarle una existencia próspera y floreciente. ¡Miserable inestabilidad la de las cosas humanas! En tan corto espacio de tiempo aquella madre cariñosa había pasado a las regiones de la eternidad, su valor no había alcanzado a defenderla contra la mano de hierro del destino, su libertad había caído en holocausto de su generosidad delante de un hombre manchado de delitos, su salud se había consumido, disipándose su hermosura; don Álvaro había salido del sepulcro sólo para morir de nuevo y para siempre a los ojos de su esperanza, y por último, en vez de aquellas arboledas frondosas, de tantos trinos de pajarillos y de las auras suaves de mayo, los vientos del invierno silbaban tristemente entre los desnudos ramos de los árboles, los arroyos estaban aprisionados con cadenas de hielo y sólo algunas aves acuáticas pasaban silenciosas sobre sus cabezas o graznando ásperamente a descomunal altura. ¡Dolorosa consonancia de una naturaleza amortecida y yerta con un corazón desnudo de alegría y vacío del perfume de la esperanza!

                          La cabalgata se componía de las mismas personas que la otra vez, pero ya fuese que la disposición de ánimo de los señores se pegase a los criados, ya que lo pantanoso del camino y lo frío y destemplado de la estación les hiciese atender a sus cabalgaduras y les quitase todo deseo de hablar, el resultado fue que durante el viaje apenas se les oyó una palabra. El mismo Mendo, cuyos instintos torpes y groseros solían alejarle de ciertas emociones, propias tan sólo de organizaciones más delicadas, parecía mustio y apesadumbrado en aquella ocasión. Sin duda, el pobre palafrenero iba cayendo en la cuenta de que por muy conde y muy señor que fuese el de Lemus, no llegaba a juntar otras cosas que no hacen menos falta, como la hombría de bien y la bondad del carácter. Acostumbrado a ver en sus amos entrambas cualidades y aún muchas más, el cuitado Mendo las creía anejas a toda nobleza y poderío, y ahora, desengañado ya en fuerza de reflexiones y evidencias, se le oyó exclamar más de una vez desde la aventura del soto, provocada por su imprudencia. «¡Qué demonio de hombre!..., ¡tan señor y tan pícaro! ¡Quién lo hubiera creído con tanto oro y unos vestidos tan ricos!... ¡Vaya una grandeza bien empleada!... ¡Y yo, necio de mí, que lo prefería al valeroso don Álvaro! ¡Vamos, vamos! ¡No me lo pida Dios en cuenta, que no hará sin duda, porque está visto que soy un podenco y sólo sirvo para tratar con caballos!...» Con semejantes desahogos probaba el buen caballerizo, si no su agudeza, por lo menos su buen corazón y sin duda todos ellos sonaban entre sus dientes cuando tan mohíno caminaba para Villabuena. En cuanto a Nuño y Martina, sobrado enterados estaban de los incidentes de aquel terrible drama para no tomarse en él un vivísimo interés.

                          Al cabo de dos o tres horas de caminar, llegaron por fin al monasterio, donde las religiosas, ya prevenidas, estaban esperando en comunidad a una tan principal señora, que, por otra parte, para todas había sido una hermana en su poco distante hospedaje en aquella santa casa. Todo estaba en el mismo orden y animado por el mismo espíritu de pureza y de modestia: igual expresión en los semblantes, igual tranquilidad en las miradas, igual serenidad y compostura en los modales; sólo en doña Beatriz había mudanza. Las monjas, que habían esperado encontrarla restituida a su primera robustez y lozanía, de todo punto recobrada de los pasados males y llena de contento con su ilustre esposo, se pasmaron de ver su extenuación, sus miradas a un tiempo lánguidas y penetrantes, la flacura de su cuerpo y al escuchar sobre todo el metal de su voz en que vibraba un no sé qué de profundo y melancólico que las penetraba como de angustia. Ajenas la mayor parte de aquellas cándidas mujeres a las tempestades del corazón y a las amargas experiencias del mundo, se perdían en conjeturas sobre las causas de aquel súbito y lastimoso cambio en una persona a quien la suerte había mirado desde el nacer con ojos en su entender benignos. Como doña Beatriz no había exhalado una queja durante su reclusión en el monasterio, creían que su amor a la soledad y sus frecuentes distracciones provenían de la natural tendencia de su carácter y de su sensibilidad delicada, pero no de su alma profundamente ulcerada. Sólo la abadesa, algo más versada en los dolores del corazón y en los desengaños de la vida, conoció el estado de aquella criatura que tan de cerca le tocaba. El encuentro de tía y sobrina fue triste y aflictivo, como era de suponer, pues con él se renovó la memoria de la reciente pérdida de doña Blanca; pero doña Beatriz virtió, sin embargo, pocas lágrimas. Aquel noble carácter cada día se reconcentraba un poco más, semejante a las flores que al aproximarse la noche cierran su cáliz y recogen sus hojas. Eran, además, sus males de los que sólo la mano de la religión puede sanar, y con aquella noble altivez y pudor que sienten siempre las almas elevadas, procuraba retirarlos de los ojos del vulgo y presentarlos solamente a la vista del dispensador del bien. Comoquiera, este sosiego aparente acababa de devanar el seso de las pobres monjas que no acertaban a componer con él las visibles huellas del pesar que en su semblante se descubrían.

                          Doña Beatriz se aposentó en su antigua celda desechando otra mejor y más desahogada que le tenían dispuesta, dando por razón el apego que con la costumbre había cobrado a su primer vivienda. Las hermanas lo atribuyeron a modestia y humildad cristianas, en lo cual tenían alguna razón, porque siempre fueron prendas que resaltaron en ella, pero la verdadera causa de su indiferencia y fácil contentamiento era otra. ¿Qué podían importarle vanas atenciones, ni respetos, cuando sus pensamientos pertenecían a otro mundo y sólo para descansar alguna vez de su incesante vuelo se posaban por instantes en la tierra?...

                          Don Alonso partió de Villabuena en la misma tarde a cumplir, como bien nacido, los mandatos de su rey y a dar calor a los preparativos de guerra que por todas partes se hacían. La presencia de aquellos lugares se le hacía cada vez más penosa y por eso se apresuró a dejarlos. Encomendó, pues, su hija al cuidado de la abadesa con particular encarecimiento, y se encaminó a las montañas del Burbia a levantar gente y ordenar su mesnada. La suerte le destinaba a pelear con el que, por un influjo más benigno, destinaba en otro tiempo para su yerno, y no era esta la menor de sus pesadumbres, pues sobrado conocía la ansiedad que produciría en el ánimo de doña Beatriz aquella lucha fatal entre su padre y el hombre que, aunque perdido para ella, no se borraba de su memoria. Sus sentimientos personales, además, habían sufrido grande alteración, y el árbol de su ambición comenzaba a dar tan amargos y desabridos frutos, que a costa de su vida hubiera querido arrancarlo; pero sus raíces se habían ahondado en el corazón de su hija y sólo arrancándolo con ellas pudiera lograr su objeto. La obligación de juntarse con el conde y concertar con él todo lo perteneciente a la guerra era muy penosa para su pundonoroso carácter, una vez descorrido el velo que tanta ruindad y perversidad había encubierto, de manera que su camino por donde quiera estaba sembrado de abrojos y sinsabores.

                          El abad de Carracedo, que desde las bodas de doña Beatriz y la muerte de su madre se había extrañado de Arganza por entero, movido entonces del amor a la paz, y deseoso de atajar el torrente de males que de nuevo amargaban a la trabajada Castilla y sobre todo al Bierzo, medió entonces con eficacia entre el conde de Lemus, el señor de Arganza y el maestre don Rodrigo. Aunque su carácter era duro y austero en demasía y su rencor contra el Temple bastante vivo, fundábase éste en su deferencia ciega a la Sede romana, y no estaba aquél, como vimos ya en otra ocasión, sordo a los sentimientos afectuosos y puros. Ahora que las mayores catástrofes y miserias estaban pendientes sobre aquella orden, que como la suya se había cobijado al nacer bajo el manto de San Bernardo, su caridad se despertó vivamente y su antigua amistad con el maestre recobró sus derechos. Todo su celo y diligencia hubieron de naufragar, sin embargo, porque la corona estaba decidida a borrar aquella caballería de la tierra de España, y los templarios, por su parte prontos a presentarse en juicio y sumisos a la autoridad del Papa, se negaban justamente a despojarse de sus medios naturales de defensa, recelosos, y con harto fundamento, de que se renovasen en ellos las desaforadas crueldades de Francia. Así pues, viendo frustrarse una tras de otra todas sus tentativas, hubo de juntar su corta hueste a la del señor de Arganza y obedecer como sacerdote católico y fiel vasallo las órdenes del rey y del Papa.

                          Los aprestos bélicos siguieron, por lo tanto, con la mayor actividad por parte de las tropas de Castilla, pues los templarios, de antemano prevenidos y aprovechándose de las enormes ventajas que sus riquezas, su subordinación y disciplina les daban sobre sus contrarios, no hicieron más sino estarse a la defensiva, según lo tenían determinado, y aguardar el trance del combate. Los peligros de semejante empresa se ocultaban a su orgulloso y altivo valor, y cansados de la paz con los moros a que los habían obligado las alianzas de Castilla con los reyes de Granada y sus discordias intestinas, codiciaban nuevos laureles ganados en defensa de su honor y de su existencia. Don Rodrigo mismo, a pesar de sus tristes previsiones y de sus años, parecía animado de un ardor juvenil cuando se vio cerca de dar su vida por el honor de su orden; bien como un caballo envejecido en las batallas relincha y se estremece, a pesar de su debilidad, al oír la trompeta guerrera.

                          Cualquiera que fuese el entusiasmo con que por ambas partes pudiera emprenderse esta lucha, había en cada bando un hombre que saludaba su sangrienta aurora con particular júbilo y esperanza. Estos dos hombres eran el conde de Lemus y el señor de Bembibre. Los pesares del corazón y los desengaños de la vida en el uno, la ambición y codicia desapoderada en el otro, y en entrambos el odio y el valor, les mostraban los trances venideros bajo los colores de sus deseos. Don Álvaro, para mayor humillación del conde, se había negado a hacer campo con él por la desigualdad que con su ruin comportamiento había introducido entre los dos; pero en aquella ocasión, desnudo ya de voluntad propia, como lo estaba de sus antiguos derechos de señor independiente, podía completar su venganza y lavar con sangre su ofensa. El conde, de cuya memoria no se apartaba aquel ultraje y a quien su proceder no podía menos de avergonzar, anhelaba ardientemente cerrar para siempre la boca de aquel testigo inexorable y terrible, y desagraviar con su muerte su orgullo ofendido. Así pues, ambos aguardaban la ocasión de medir sus fuerzas con ansiedad indecible, bien ajenos de la suerte que su sino fatal les preparaba.