de Enrique Gil y Carrasco (Villafranca del Bierzo, 15 de julio de 1815 - †Berlín, 22 de febrero de 1845)

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                          Capítulo XIV

                          Volvamos ahora a don Álvaro, que bien ajeno de semejantes sucesos, había llegado a Tordehumos con la hueste del rey. Este pueblo, que don Juan Núñez había provisto y reparado con la mayor diligencia, está en la pendiente de una colina dominada por un castillo, y no lejos pasa el río llamado Rioseco. La posición es buena; las murallas estaban entonces en el mejor estado; la guarnición era valerosa y suficiente y su jefe diestro, experimentado y valiente. Ya en otro tiempo le había sitiado el rey en Aranda, de donde se salió a despecho de su cólera, y esta memoria le daba aliento para desafiarle desde Tordehumos, lugar más acomodado a la defensa. Tenía además la fundada esperanza de que nunca llegarían a estrecharle hasta el extremo, porque conservaba en el campo enemigo inteligencias y valimiento de que fiaba, no menos que de su valor, el éxito de la empresa. El infante don Juan, aunque servía bajo las banderas de su sobrino, no por eso había desatado los antiguos vínculos de amistad que le unían con el de Lara, antes entre sus enemigos era donde pensaba servirle mejor, ruin manejo que sólo cabía en la doblez de aquel alma villana. Hernán Ruiz de Saldaña, Pero Ponce de León y algunos otros principales señores también estaban en el plan, si bien no encubrían sus pensamientos ni conducta bajo el manto de celo hipócrita por los intereses del rey en que se cobijaba el infante don Juan. Así es que el cerco, emprendido con gran calor, iba aflojándose y entibiándose de día en día con gran pesadumbre del rey, que no tardó mucho en caer en la cuenta de su daño.

                          Comoquiera, los caballeros más afectos a su persona, o más leales, no dejaban de pelear con ardor en las frecuentes salidas que hacían los sitiados, y don Álvaro, que por su aislamiento ignoraba parte de estas tramas, y que por la rectitud de sus sentimientos era incapaz de entrar en ellas, andaba entre los que más se distinguían. Sucedió, pues, que una noche, saliendo los cercados con gran sigilo, dieron impensadamente sobre el real enemigo cuya mayor parte estaba descuidado, cayendo con más furia sobre el ala del señor de Bembibre y demás caballeros fieles al rey. Don Álvaro, que no solía prescindir de las precauciones y vigilancia propias de la guerra, salió al punto con la mitad de su prevenida gente a rechazar la imprevista embestida, enviando aviso inmediatamente al cuartel del rey para que le sostuviesen en el ataque que emprendía. En el desorden introducido y en la dañada intención del infante consistió sin duda que el refuerzo pedido no llegase. La noche estaba muy oscura, los enemigos se aumentaban sin cesar, los gritos de rabia, de temor y de dolor se mezclaban con las órdenes de los cabos; las armas y escudos despedían chispas en la oscuridad con el incesante martilleo, y la escena llegó a hacerse temerosa y horrible de veras. Por fin, los enemigos empezaron a extenderse por las alas del reducido y abandonado escuadrón, y don Álvaro estrechado entonces, comenzó a retirarse ordenadamente resistiendo con su acostumbrado valor el empuje contrario. Su gente, por último, comenzó a desbandarse, y don Álvaro, herido ya en el pecho, recibió otra herida en la cabeza, con lo cual vino al suelo debajo de su noble caballo que, herido también hacía rato, parecía haber conservado su brío, sólo para ayudar a su jinete. Entonces sobrevino nueva pelea alrededor del caído caballero, pues sus soldados hacían desesperados esfuerzos para arrancarle del poder de los enemigos; pero el número de éstos era ya tan grande y el aliento que recibían de don Juan Núñez, que mandaba en persona esta encamisada, tal que por último, ensangrentados y rotos, hubieron de tomar la huida dejándolo en sus manos. Lara que lo reconoció y que ya de antemano le estimaba, hizo vendar sus heridas y trasportarle con gran cuidado a su castillo. Por último, como los refuerzos del rey iban llegando, él mismo se retiró en buen orden sin experimentar daño ni escarmiento. Sus soldados, alegres con el botín recogido, dieron también la vuelta muy animosos, formando vivo contraste con las tropas del rey, mustios y descontentos de lo que había pasado.

                          El fiel Millán, que había peleado como correspondía al lado de su amo en aquella noche fatal, separado de él por el tropel de los fugitivos en el momento crítico, por la mañana muy temprano se presentó a las puertas de Tordehumos, pidiendo que le tomasen por prisionero con su amo, de quien venía a cuidar durante sus heridas. Lara mandó recibirle al punto, y llamándole a su presencia le alabó mucho su fidelidad y le regaló una cadena de plata encargándole encarecidamente la asistencia de un caballero tan cumplido como su amo. Por lo que hace a la mesnada de éste, reducida casi a la mitad por la tremenda refriega de la noche, y heridos la mayor parte de los que sobrevivieron, se reunieron bajo el mando de Melchor Robledo y se pusieron a retaguardia del campo para curarse y restablecerse lo posible.

                          El rey, por su parte, aunque don Álvaro no fuese muy de su devoción por su alianza con los templarios, no por eso dejó de sentir su prisión y heridas, porque sobrado conocía que una lanza tan buena y un corazón tan noble le hacían infinita falta en medio de las voluntades, cuando menos tibias, que le rodeaban.

                          Don Álvaro tardó bastantes horas en volver a su conocimiento por el aturdimiento de su caída y por la mucha sangre que con sus heridas había perdido. Lo primero que vieron sus ojos al abrirse fue a su fiel Millán que, de pie al lado de su cama, estaba observando con particular solicitud todos sus movimientos. A los pies estaba también en pie un caballero de aspecto noble, aunque algo ceñudo habitualmente, cubierto con una rica armadura azul, llena de perfiles y dibujos de oro de exquisito trabajo. Finalmente, a la cabecera se descubría un personaje de ruin aspecto, con ropa talar oscura y una especie de turbante o tocado blanco en la cabeza. El caballero era don Juan Núñez de Lara, y el otro sujeto el rabino Ben Simuel, su físico, hombre muy versado en los secretos de las ciencias naturales y a quien el vulgo ponía, por lo tanto, sus ribetes de nigromante y hechicero. Su raza y creencia le hacían odioso, y su exterior tampoco era a propósito para granjearse el cariño de nadie.

                          Don Álvaro extendió sus miradas alrededor, y encontrando las paredes de un aposento en lugar de los lienzos y colgaduras de su tienda, y aquellas personas para él desconocidas, comprendió cuál era su suerte y no pudo reprimir un suspiro. Lara se acercó entonces a él y tomándole la mano le aseguró que no estaba sino en poder de un caballero que admiraba su valor y sus prendas; que se sosegase y cobrase ánimo para sanar en breve de sus heridas que, aunque graves, daban esperanza de curación no muy lejana.

                          -Finalmente -añadió apretándole la mano-, no veáis en don Juan Núñez de Lara vuestro carcelero, sino vuestro enfermero, servidor y amigo.

                          Don Álvaro quiso responder, pero Ben Simuel se opuso encargándole mucho el silencio y el reposo, y haciéndole beber una poción calmante, se salió con don Juan de la habitación dejando al herido caballero en compañía de Millán. En cuanto se fueron, don Álvaro le preguntó con voz muy débil:

                          -¿Me oyes, Millán?

                          -Sí, señor -respondió éste, ¿qué me queréis?

                          -Si muero, toma de mi dedo él anillo, y del lado izquierdo de mi coraza la trenza que me dio doña Beatriz aquella noche fatal, y se la llevarás de mi parte diciéndola... no, nada le digas.

                          -Está bien, señor, si Dios os llama así se hará como decís, pero por ahora sosegaos y mirad por vos.

                          Don Álvaro procuró descansar, pero a pesar de la medicina sólo logró algún reposo interrumpido y desigual; tales eran los dolores que sus heridas le causaban.